Me gusta leer una novela del tirón. Un novela que cuente lo esencial y que te envuelva durante cuatro horas en la mirada y en la cabeza de su autor. Y con Últimos días en el Puesto del Este lo conseguí. Una cascada de pensamientos y emociones en una situación límite, de sitio, que es falta de libertad y acecho de los otros. Una cascada, como la melena de su protagonista, la Polaca. Una mujer que acompañaba sus mañanas triviales con champán y sus tardes de ilusión de amor con ginebra. Y que, a la vuelta de la esquina, se encuentra masticando el cuero, «hasta que se agarrotan las mandíbulas y las sienes».
Cristina Fallarás ha escrito esta novela que es hambre. Es decir, ausencia. Ya no está el capitán, ni el orden, ni lo que permitía que todo funcionara con cierto respeto. Es la retaguardia de una guerra, la más difícil, en la que se combate con la naturaleza propia, y la de los otros. Especialmente la envidia, esa que corroe porque al ver a la Polaca ven una naturaleza intacta, que sigue amando, aún en tiempo de guerra.
La salida al hambre es una rata o la mezcla de arcilla y harina, o la combinación de agua, cal y manteca simulando leche. También un cuento, en el que un bufón consigue ser príncipe gracias a una bola de opio que toma como un caramelo de limón.
Últimos días en el Puesto del Este es una cascada que acaba como la melena de su protagonista, la Polaca, rapada. Una novela para tomar de una dosis, como el cianuro, y para reconocer que su autora es una de las grandes de la novela negra española.