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Cordón umbilical

Daniel de Vicente ha escrito y dirigido la obra teatral «Cordón umbilical». Una historia de encuentros y desencuentros que marcan la vida de sus personajes interpretados por Mónica Regueiro, Silvia Vivó, Luz de Paz, Doriam Sojo, Carles Magnet y Alberto Delgado.

Las vidas se entrecruzan por casualidad en una discoteca o en una habitación de hotel, pero  la espina dorsal, lo que entrelaza una historia con otra, es el vino y su valor simbólico en el rito de la celebración.

Uno de los personajes dice:

Lo más importante de un vino no es ni su precio ni su aroma, sino el momento en el que se decides, después del tiempo que lleva esperando en la bodega, descorcharlo.
La obra, publicada también en libro, es ejemplo de que por muchos planes que se proyecten, «la vida también tiene planes para ti», por los que, a veces, brindar con un vino.

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La pasada semana se estrenó en La Laguna (Tenerife) La Garnacha. Una obra inspirada en el teatro del siglo de Oro, cuando nació este tipo de agrupación, junto con otras como el bululú, el ñaque, la gangarilla o el cambaleo, pero con la actualización de los tiempos que corren -no muy lejanos, tampoco- a aquel momento.

El autor, director y actor, Óscar Bacallado, trabaja el lenguaje rimado con elegancia y recupera el palimpsesto tan habitual en épocas de crisis, es decir, obras que tienen más de una lectura.

Bajo la risa, a veces, y la sonrisa, otras, desgarra a través de historias sencillas que se desencadenan en una taberna, el lado más aprovechado y estúpido del ser humano.

Y si el texto es importante para capturar al espectador, mucho más lo es que los actores consigan hacerlo creíble. Y ahí, Mar Marrero, Antonio Conejo, Idaira Santana y el propio Óscar Bacallado, lo bordan. Destaco, no obstante, no sé si por sentimiento afín o por su papel protagonista a través del que se estructura toda la obra, el papel de Antonio Conejo como monje socarrón, distinguido con tonsura, que disfruta del placer del cordero, del vino y del entretenimiento a costa de lo que le cuentan los demás, que luego aprovechará para escribir sus propias historias.

La puesta en escena consigue que el espectador sea partícipe de la farsa, especialmente con las rupturas del monje de la cuarta pared, dirigiéndose cómplice al público, un recurso, que, utilizado con mesura, funciona. Menos interesante es la salida del escenario de los actores, aunque sea por exigencias del espacio de la representación.

No obstante, el espectador forma parte del ambiente nada más llegar gracias al lugar escogido para la representación -una antigua ermita- y la fundamental copa de vino, junto a una tapa. Y es que La Garnacha, antes que uva, fue nombre de vestidura y después, de farsa.