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Desde 2014 la chef de origen dominicano María Marte está al frente del Restaurante Club Allard en Madrid, que ostenta dos estrellas Michelin. El sábado pasado la visité para conversar con ella antes de marchar a República Dominicana, donde ofreceré sendos talleres de Crítica y Ficción Gastronómica, y, sobre todo, para probar su cocina de autor, creativa y técnica.

Lo que más sorprende plato tras plato es la fusión del dulce y el salado, una marca tropical y caribeña, que también los canarios tenemos en nuestra cocina. Lo mezcla con elegancia, al igual que el picante en alguna ocasión. Es una ventana de aire fresco que huele a coco, yuca, rocoto, millo o maíz, tomatillo y plátano. Pero que tiene, además, la marca española del ajoblanco (convertido en ajomarino con plancton), las migas, aunque hechas con remolacha y no con pan y la urta (sama roquera) a la Roteña, pero en lugar de con tomate, tomatillo.

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Anguila ahumada con rocoto, tartar de fresa, almendra y cocoblanco. Club Allard. Foto: Yanet Acosta

El comienzo del menú Seducción (tiene tres, elegí el del medio, la diferencia son más o menos platos y más o menos dinero. En este caso son 12 platos y cuesta 105 euros sin incluir bebidas ni café), es fantástico: Anguila ahumada con rocoto, tartar de fresa, almendra y cocoblanco. La combinación de estos ingredientes está muy pensada. No son una casualidad, sino la suma de los cuatro sabores para conseguir que nuestro paladar caiga rendido. La anguila salada combina con el ácido de la fresa, el dulce de la leche de coco y el toque punzante del rocoto. La cremosidad de la salsa-sopa de coco, contrasta con el crujiente de las almendras. En suma, sabor de Oriente y Occidente, con el Caribe a medio camino.

El segundo aperitivo también daba la mano al Japón, un Chupito de pez mantequilla y espárragos blancos acompañado de pan tostado con huevas y esferificaciones de aceite de oliva. La espuma de espárragos era la parte refrescante del aperitivo, pero se quedaba corta ante un conjunto en exceso salado.

Siguiendo con mis favoritos, cuento la experiencia con el Cupcake de huevo de codorniz y trufa. La base de este trampantojo de la conocida magdalena americana es de yuca frita y el interior alberga la yema y una mousse de espinacas trufada tocada con una pequeña lámina de calabaza tostada. El plato de un color verde muy llamativo se toma de un bocado. Y así de rápido se mezcla todo, como las culturas, como las sociedades, como los seres humanos, dejando un recuerdo amable que me deja entre Europa y América.

El «Arroz del Mar» es otro trampantojo, pues los granos de arroz son sabroso y minúsculos cortes de calamar. Solo las conchas de mar están hechas de arroz. La salsa está hecha de plancton, el ingrediente creado por Angel León hecho con microalgas y que da un potente sabor a mar. Afortunadamente en este plato está muy bien ligado y el mar está presente con deliciosa elegancia.

No ocurre lo mismo con un «ajomarino» hecho también de plancton y que acompaña a unas cigalas confitadas. Esta «sangre verde» que es el plancton es un potenciador con el que menos es más.

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Urta con migas de remolacha y escabeche de tomatillo. Club Allard. Foto: Yanet Acosta

Seguimos con otro de mis favoritos, la Urta con migas de remolacha y escabeche de tomatillo. Es fantástica la unión del tomatillo picante con el pescado.

En un momento llega a la mesa el aroma de las brasas, ese que nos hace sentirnos recién salidos de la caverna y que nos hace salivar. Es uno de los efectos especiales que usa en el comedor y que está completamente justificado pues sobre la mesa se dispone un cuenco-brasa sobre el que descansan una láminas de pato con una mazorca, nuevamente trampantojo hecho con gran esmero de polenta de choclo o maíz o millo, patata o papa y mantequilla.

Los salados concluyen con otro plato que me recuerda al Caribe y a mi propia tierra, Canarias, que tanta unión tiene con Venezuela y otros países de América. Se trata de una versión del Asado Negro de res típico venezolano y que María Marte presenta hecho con cerdo ibérico (llamado en España cerdo negro) ligado con una salsa cremosa de plátano dulce y tocado con un «tostón» hecho con arroz.

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Asado negro. Club Allard. Foto: Yanet Acosta

Los postres mantuvieron el enlace de civilizaciones con una Flor de hibiscus con Pisco Sour refrescante, seguida por una «dominicana» Pera-Piña y seguido de un Monte Invernal. Para acabar, con el café divertidos y refrescantes petit fours que sacan la sonrisa del niño que escribe sobre pizarra con tizas de mango.

Esta diversión puede sorprender en un espacio como el Club Allard, clásico club privado que se abrió al público en 2003 como restaurante con la elegancia de principio de siglo XX (no se permiten pantalones cortos ni calzado deportivo en los hombres), pero el desenfado de los platos siempre está dentro de la corrección de una cocina muy personal y atrevida por la fusión.

El 80 por ciento de los comensales son visitantes internacionales y quizás por eso la propuesta de armonía de vino y comida del sumiller Javier Gila puede parecer más conservadora: Aurumred 2014, Chivite Chardonnay 2013, Cillar de Silos 2012, Jorge Ordoñez n2 2013 y Teneguía 2013 (Este último es un guiño a las Islas Canarias, de donde ambos procedemos y que agradecí de corazón).

El restaurante del Club Allard obtuvo su primera estrella en 2007 y la segunda en 2011 con Diego Guerrero. Ahora María Marte las ha renovado con su personal cocina de encuentro de Oriente y Occidente pasando por el Caribe y con la que le deseo alcance la tercera.

Si quieres conocer más a María Marte aquí puedes leer una entrevista que realicé para The Foodie Studies.

 

 

Unknown

Black, black, black (2010) es la primera novela del detective Zarco, un dandi, gay con querencia por los jovencitos como Olmo, frío asesino de mariposas. Zarco ironiza por no ser uno de esos detectives de Cosecha Roja o Adiós muñeca. No bebe litros de whisky y el sentido del humor es su aliado. Come en casa del sospechoso croquetas de jamón y merluza en salsa verde y la única pista que encuentra son los rastros de harina entre los anillos de la señora de la casa. Las croquetas son caseras.

Se enamora del asesino y solo gracias a la intervención de Paula, su ex-mujer, puede resolver el caso y cobrarlo.

Este fin de semana conocí a Marta Sanz en la Feria del Libro de Fuerteventura. Por supuesto, le hablé de Zarco, del que dos años después sacó Un buen detective no se casa jamás. Me dice que no volverá al género negro y que no se encontró demasiado cómoda en el ambiente de escritores de género. Y no me extraña. Su propuesta es una sátira de la novela negra un detective que no hace su trabajo. Un dandi y un seductor. La perdedora es Paula, su ex-mujer que siente el frío de la soledad y su cojera como el lastre de su vida. Al rato se retracta y me dice, bueno, a lo mejor recupero a Paula. Mola.

Marta vive el Madrid y en su Black, black, black se nota sobre todo por esta definición de «una cafetería de las de siempre en Madrid»:

«La barra con los bordes metálicos. Taburetes altos con reposapiés. Las bandejas redondas y brillantes. Por la ranura central de los achaparrados servilleteros, también metálicos, asoman servilletas de papel, a veces decoradas. Ceniceros de vidrio basto, arañado, y los palillos en el palillero cilíndrico. Cajas registradoras. La televisión encendida. Echan deportes. Los camareros, casi siempre de mediana edad, llevan chaquetilla y pajarita. Fuman escondiéndose detrás de la barra. Matan la pava y salen disparados para atender al público. El escenario se diseca alrededor de los camareros: ellos son los únicos que envejecen entre el menaje y el cartel de reservado el derecho de admisión. Máquinas expendedoras de tabaco y a veces tragaperras. Tazas y platillos de loza blanca con un filo azul o rojo donde se escribe el nombre de la cafetería. Posavasos. Dos hielos y rajita de limón. Panchos para acompañar la caña de cerveza. Detrás del mostrador, la lista con la selección de bocadillos: calamares, morcilla, tortilla española, cinta de lomo sola o con queso, beicon con queso, pepito de ternera, jamón serrano, salchichón, chorizo. Los imprescindibles. Debajo los sándwiches: mixto, vegetal y mixto con huevo. Y las raciones: aceitunas, patatas bravas y alioli, oreja con tomate, callos, lacón con grecos, patatas con chistosa, pimientos fritos, boquerones en vinagre, ensaladilla rusa, mollejas, pulpo a feria… Contra la pared se apoya la silueta en contrachapado de un cocinero gordo cuya barriga es una pizarra sobre la que se escribe el menú: dos primeros, dos segundos, bebida, café o postre a elegir».

Sin embargo no es ese el sabor que queda en la novela, tampoco el de las croquetas. Lo que queda de Black, black, black son los efluvios que suben del patio de vecinos de papillas asquerosas, alubias con chorizo, guisos modestos y sopas de sobre. El mejunje de un vecindario asesino. Y es que así son a veces las novelas negras, no plato gourmet sino plato de realidad a veces no demasiado agradable.

 

 

El reino de los hombres sin amor de Alfonso Mateo-Sagasta

La novela histórica utiliza la gastronomía para ambientar al lector en una época y cuando está bien ligada, la lectura es un gustazo. Pero si además el protagonista es un tipo de pico fino y tan enamorado de los platos de la cocinera como de su ama, pues placer asegurado totalmente. Este es el caso de Isidoro Montemayor, el protagonista de «El reino de los hombres sin amor», que desde las primeras páginas no deja de entrar en la cocina de María (la cocinera de la marquesa de Cameros) atraído por el aroma del bacalao hecho en «una especie de guiso de manjar blanco muy suavemente espaciado».

Y es que en la casa de la marquesa se come bien —civet de liebre con arroz—, aunque  en el camino, a veces, no tanto. Algunos días, solo lo que hay en la alforja: tasajo, pan duro y queso. En las tabernas y ventas, un plato de bacalao al ajo, olla podrida o unas uñas de vaca.

Sin embargo, esas uñas, aunque muchos las disfrutaban, en un mal día por muy hambriento que se esté solo saben a «tierra» y los garbanzos a «serrín». Aquí uno de los símbolos más humanos, nuestro cambio de la percepción de los sabores según nuestro estado de ánimo. Y es que lo maravilloso es encontrarnos con el plato que te haga olvidar la tristeza. Pero eso, ni ahora ni antes, es tan fácil.

El reino de los hombres sin amor es una novela también llena de detalles médicos, de cómo remedios ahora absolutamente ilógicos eran seguidos a pie juntillas en la época e incluso pagados a muy buen precio solo por los poderosos. Entre las prescripciones médicas, también aparecen las tan antiguas de la comida. A López Madera roído por la sífilis médico le había recetado «gallina guisada, caldos de ave, pistos, huevos pasado por agua,…», pero viendo el final tan cerca, se pasó por ahí mismo las normas.

La comida de la calle del siglo de Oro en Madrid también tiene sitio en la novela. Son las empanadas de liebre las que animan una mañana de mercado, pero «estaban tan especiadas que igual podían ser de gato que de rato». En estos puestos ambulantes, llamados también mesones o bodegones de puntapié, además de comida también se vendían bebidas como el aguardiente.

El desayuno es lo que más llama la atención: Micaela chocolate con picatoste e Isidoro aguardiente con letuario (frutas glaseadas) o vino con torreznos. Pero tan pronto se está arriba como se queda uno en la calle sin nada y es que «los pobres ni pueden hacer planes ni tienen futuro». Y en la calle, la conversación que no cambia:

—Nos abrasan a impuestos para pagar sus fiestas (la de la monarquía española).

—Deberían gravar con impuestos los pescados frescos, las carnes finas de caza, los corderos, las terneras y el aceite de ballena. Pero no, marcan la sisa sobre el vinagre, la carne de oveja y hasta las velas de sebo.

Los guiños gastronómicos son solo una pequeña parte de esta novela llena de lecturas, entre las que me quedo con las críticas a la corrupción por parte de los «hombres de Estado» desde que nuestro reino de España es nuestro reino.

«A Lerma se le podría culpar de muchas cosas, pero jamás de la tacañería con los fondos del patrimonio del Estado».

También la crítica alcanza a la Iglesia y me quedo con un hecho que está documentado que indica cómo esta institución se perdía en grandes asuntos:

—Por cierto —preguntó doña Luisa—, ¿se han puesto ya de acuerdo en si el chocolate es comida o bebida? ¿Quebranta o no quebranta el ayuno?

—Interesante tema, doña Luisa —comentó el fraile mojando un bizcocho (en su chocolate) —. Se han dicho muchas cosas, pero el papa Pío V declaró claramente que era un líquido. Claro, que León Pinelo puntualizó luego que el chocolate no quebrantaba el ayuno, pero sus aderezos…—explicó alzando el bizcocho—.

Y para grandes males, grandes soluciones, también en el Siglo de Oro:

— ¿Conoce a alguien que no encuentre justificado robar a un banquero?

Por cierto que desde entonces, se forjó también otro de los pilares de nuestro reino, la pobreza del escritor:

«Es la necesidad la que le hace escribir. Nosotros debemos rogar al cielo para que lo mantenga en ella, de modo que la pobreza le estimule el ingenio y nos enriquezca a los demás con sus obras».

«El reino de los hombres sin amor» de Alfonso Mateo-Sagasta es una novela en la que seguir las aventuras de Isidoro y sus desvelos amorosos por una dama, y en la que a falta de sexo, buenos son sus sabores y sinsabores.

soy lent green lista de películas gastronómicas

La culpa la tuvo El Comidista y la ñoña Comme un chef (que se estrenó en España como El Chef). En la Filmoteca de Madrid, como todos los años coincidiendo con Madrid Fusión, programan algunas pelis relacionadas con la gastronomía. Este año, además de la inevitable El Festín de Babette, que pese a ser más sarcófago que festín, no hay festival que la obvie, ponían El Chef.

En El Chef todo es previsible e histriónico, incluso la ridiculización de la cocina española de vanguardia (que en Fancia, al igual que en otros países, se conoce como molecular).  La peli relaciona este nuevo tipo de cocina con hidrógeno líquido, probetas, espaguetis azules (un color que provoca rechazo, pues nada hay así en la naturaleza que se pueda comer) y pequeñas pastillas supuestamente concentradas de sabor. El experto español en esta cocina es el actor Santiago Segura, que encarna a un tipo medio loco que juega a los laboratorios. Y bueno, para eso están las pelis, para hacer ficción, pero la verdad es que la cocina patria queda mal  (y eso que en parte la cinta está financiada por un organismo español).

A lo que vamos. Cuando llegué a casa estaba con ganas de cambiar la sensación de desgana y me acordé de que Mikel Iturriaga, también conocido como El Comidista, me hablaba en Twitter en plan coña de una película de los años 70 que se llama Soylent Green, con el joven Charlon Heston de protagonista y que se estrenó en España como Cuando el destino nos alcance.

La película es una distopía que comienza en un hipotético 2022, pero que se siente muy cercano. Hay millones de parados y el petróleo hace mucho que se acabó. Hombres, mujeres y niños se amontonan en las calles de un Nueva York abandonado en el que los coches ya destrozados son el mejor refugio. También hace mucho que no hay comida. Solo la que vende una compañía que cuenta con el monopolio de la industria y de la distribución alimentaria en el mundo, Soylent Green. Sus preparados de plancton con forma de pan y sus latas son esperadas por multitudes que cuando no consiguen la suya entran en protestas y agitaciones que la policía contiene a lo bestia: con palas mecánicas que quitan de en medio la escoria que se manifiesta, aplastándola.

Como contraposición, los ricos, es decir algunos de los hombres más selectos que son quienes además suelen trabajar para esta gran compañía, viven en unos hoteles de lujo con aire acondicionado que refresca sus caras frente a los sudores del calentamiento global. Disfrutan del agua corriente, de la electricidad y del «mobiliario», una guapa chica que eligen como acompañante para su cómoda estancia en esta vida. En sus casas entra algún tomate e incluso puede que un trozo de buey, que se encuentran en el mercado negro a precios estratosféricos.

A medio camino, el poli, Charlon Heston, que entre la corrupción para sobrevivir y el sentido de la justicia comienza a investigar el asesinato de uno de estos «peces gordos» de la Soylent Green.

Es una historia que se va mostrando rápida y que, sobre todo, remueve conciencias, al tiempo que hace brotar la risa. Un peliculón que ya me hubiese gustado escribir, que no vivir.

Al día siguiente cuando fui a «Amores Berros» mi puesto habitual de verduras en el Mercado de San Fernando, casi se me salen las lágrimas de agradecimiento. Y a los dos días, Ángel León, nos siguió hablando de plancton en Madrid Fusión. Un escalofrío me recorrió el cuerpo.

Soylent Green es de esas películas que no se olvidan y que ahora junto con mi adorada Tampopo y La grande bouffe, entra en mi lista de las mejores películas gastronómicas de la Historia. ¡No se la pierdan! Y, desde luego, espero sugerencias para ir refrescando las 10 mejores pelis gastronómicas. ¿Cuál es tu favorita?

Cocina en Misericordia de Galdós

A finales del siglo XIX, España vivía una crisis monumental en la que las clases medias fueron cayendo hasta casi su disolución. El reflejo de lo que acontecía en aquella España parece el que nos llega a la de ahora, pero sobre todo gracias a la acerada mirada del escritor Benito Pérez Galdós. Se trata de la novela «Misericordia» en la que habla de una cocinera que pide limosna para la señora a la que sirve.

La culpa de que esta novela volviera a caer en mis manos fue de Alexis Ravelo, porque en su Última tumba la recuerda diciendo que Galdós «escribe para gente como nosotros». Y la verdad, aluciné, porque pareciera que Galdós estuviera contando la actualidad. La novela comienza con una descripción arquitectónica del Madrid de finales del XIX que bien podría ser la de hoy:

«En Madrid, el carácter arquitectónico y el moral se aúnan maravillosamente…La caricatura monumental es también un arte…».

En este Madrid de finales del XIX las conversaciones giraban en torno a lo mismo que hoy «de lo malo que está todo», «que va a subir el pan» y «que la Bolsa está bajando más» (Aquí solo le faltaría hablar de si sube o baja la prima de riesgo, que parece que ya se nos ha olvidado). Y  como hoy en día, en las casas de fuste se  servía «arroz con almejas»  y café de Moca frente al bodrio de los pobres, que consistía en un caldo de restos que se entregaba a los que no tenían posibilidades económicas en los conventos y en casas caritativas.

La mugre de las calles y de las barriadas se pega a cada página frente al poderío de la calle Claudio Coello, en el barrio de Salamanca que desde entonces hasta ahora, pese a ser uno de los mayores pelotazos inmobiliarios de la historia de la ciudad, continúa siendo una de las calles en las que los madrileños les gusta mirarse. Y es que  esa calle fue la que tuvieron que abandonar ama y cocinera tras el desahucio para alojarse después, gracias a los ahorros de la sirvienta, en la calle del Olmo, en el viejo Madrid arrabalero de Lavapiés. Pero no les duró mucho y después tuvieron que ir mudándose a calles cada vez más al Sur, hasta las afueras de la ciudad.

Incluso algunas decisiones del Gobierno, tomadas en el siglo XIX, podrían recordar al estilo actual. Una de ellas que casi mata a la protagonista de Misericordia, fue llevar a la cárcel a todos los que pedían en la calle. Por ahora, en las calles de Madrid lo que se pide es el carnet para actuar como músicos callejeros, pero, nunca se sabe.

En esta novela, además de reflexiones para comparar momentos históricos, he encontrado también una gran fuente documental para saber más de la cocina que se hacía en casa hace un siglo. Entre lo platos habituales de la cocinera cuando tenía dinero para poder comprar la materia prima eran la tortilla en escabeche (¡qué poco se ve ya este delicioso plato!), chuletas con patas fritas, coliflor cocida, conejo en salmorejo (salsa típica canaria similar al escabeche),  sopas de ajo con huevos, bacalao frito y magras. Sin embargo, estos platos distan de los que elaboraba en tiempos de bonanza en el barrio de Salamanca como el pavo en gelatina con huevo hilado, cabeza de jabalí, gallinas asadas, pescadilla frita, solomillo, bartolillos y el jerez y el champán con el que se brindaba.

También aparecen detalles en la narración que nos recuerdan cómo se comían en otro siglo, con las burras en los zaguanes en los que se vendía su leche, los mercados descubiertos y animados de La Cebada (que ojalá volvamos a recuperar) y «comer dos reales de cocido en el Figón de Boto» en la antes popular y ahora afamada calle de la Cava Baja, donde se concentran gran cantidad de bares de tapas y pinchos en la actualidad.

Misericordia es una novela de perdedores y de antihéroes, tan actual como cuando se escribió porque profundiza en la injusticia y en la perversidad. Y en ese mundo mugroso, la cocinera es la gran perdedora, pues pese a su bondad solo vive la injusticia, aunque en el fondo es la única que vive con su conciencia completamente tranquila y la única que todavía sonríe.

¡Toma ya que novelón de Galdós!

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La última novela del inglés Lawrence Norfolk pertenece a un subgénero de lo más delicioso: novela histórica gastronómica. En la literatura internacional hay muchos ejemplos de este tipo de novelas y El festín de John Saturnal es uno de los últimos que se han publicado en España. En ella, mitología e historia se mezclan para contar cómo el hijo de la que era considerada una bruja llega a la cocina de un noble en el siglo XVII con la guerra civil inglesa de fondo. El secreto más bien guardado de este chico, John Saturnal, es, además de su fantástica aptitud para descubrir los sabores, su memoria en la que archiva las recetas legadas por su madre del mitológico banquete de Saturno.

Lo que más me gusta del libro son los comienzos de cada capítulo en los que describe recetas como la del hipocrás o vino especiado, espuma de rellenos de aves, caldo de lampeas o el cinturón de azúcar para una persona amada, que demuestran que la creatividad siempre ha sido ingrediente indispensable en la cocina.

Más que historia, el autor ofrece una revisión bastante poética en la que no falta el enamoramiento ni la venganza, aunque sin sorpresas. Y como mensaje de fondo, la igualad que se vivía en el Edén, antes de que las religiones llegaran:

«Los primeros hombres y mujeres comían como iguales. Se servían unos a otros. Intercambiaban sus afectos y vivían como iguales. Eran iguales en su riqueza. Nosotros lo somos en nuestra pobreza».

La importancia del cocinero dentro de la jerarquía de sirvientes de la Inglaterra del siglo XVII queda patente en esta novela, en la que el lujo además de las golosinas hechas con azúcar son los platos tocados por la pluma de faisanes, gansos, pichones, perdices, capones y patos. No obstante, en los mismo fuegos se cuecen diariamente las gachas para el desayuno de los pobres y del servicio, mientras que el valor de las chirivías silvestres, el apio, las castañas y la retama solo lo veían quienes conocían los secretos de la cocina del Edén.

Los reyes erigen sus estatuas y los eclesiásticos construyen catedrales. Un cocinero no lega monumentos, sino migajas.

Lawrence Norfolk. El festín de John Saturnall

 

El chef ha muerto en Traficantes de sueños

Comencé una divertida encuesta a raíz de que un primo segundo mío me hiciera una crítica sin leer El chef ha muerto. Este sería un motivo para usar gustosamente el cuchillo eléctrico en la mesa navideña de la cena familiar, pero preferí darle una última oportunidad y dejar que los lectores le dijeran cuáles eran los motivos para engancharse a su lectura.

Muchos me han contestado y otros me han seguido enviado mensajes dando sus motivos:

Un relato que logra mantener la intriga, un investigador muy atípico y una visión irónica sobre la alta cocina son los ingredientes de una novela que captará el interés de los amantes del genero negro, de la cocina y de la buena literatura en general.

También han contado sus experiencias:

Pasé un rato agradable leyéndolo, la combinación entre intriga y cocina es interesantísima a la vez que amena.

Y entre las respuestas anónimas a la encuesta…me encontré esta:

Para mí es una muy buena novela sin más y la autora es mi prima ( y yo sí que la he leído)

Así que hay algún motivo para leer El chef ha muerto, incluso para alguno de mis primos 😉

La última tumba de Alexis Ravelo en La Panificadora de Vigo (Galicia)

Hay libros que intuyo que prefiero no acabar porque estoy segura de que me darán ganas de emprenderla a golpes contra las injusticias. Con el último del escritor canario Alexis Ravelo me ha pasado y es que La última tumba es la venganza de un pringado contra la jerarquía que nos domina a todos: la de políticos, policías y empresarios corruptos.

La última tumba ha recibido el premio de Novela Negra Ciudad de Getafe 2013. Está escrita en primera persona y tengo que admitir que las 60 primeras páginas me costaron porque el tío que cuenta la historia es duro de roer. Sin embargo, un poco más allá, me cautivó, tanto que empecé a sentir como él.

«A los gilipollas y a los yonkis siempre los trincan. Y yo era el más gilipollas de los yonkis».

Y así fue como llegó al talego Adrián Miranda para cumplir por un crimen que no había cometido. Se tuvo que «comer» 20 años  y muchas peleas y cicatrices hasta volver a poder pasear por su ciudad, Las Palmas de Gran Canaria, que el autor describe con la misma inquina que describió el mísero Madrid el propio Galdós.

«…en el lado del Muelle, también han puesto un centro comercial (hay centros comerciales por todos lados: rodean la ciudad como los leones a una cebra enferma)».

En La última tumba, la comida es metáfora. Los años de cárcel y el deseo de venganza se «comen». Los maridos cuernudos tienen cara de «acelga», las relaciones sociales son «tan sabrosas como una hoja de lechuga»  y la vuelta a una vieja amistad comienza con sabor a tocinitos de cielo y milhojas francesas para acabar con un guiso de carne con papas desparramado por el piso de la cocina.

Como siempre en Ravelo, me encanta encontrar los guiños a lo más canario, como a las tienditas de «aceite y vinagre» (en Asturias se conocen como chigres y son aquellas en las que se vende de todo) y a los enyesques, los aperitivos o tapas como se dice en la España peninsular. Y también a lo que nos rodea en Canarias donde los hoteles son casi parte de nuestra vida, bien por ser parte del paisaje, por trabajar en ellos o por ser un sueño de huida de la cotidianidad. No obstante, a veces tampoco son el paraíso soñado ni para foráneos ni para locales:

«Me desperté sobre las diez. En el hotel ya se había acabado el turno del desayuno. Mejor. El bufé me recordaba al comedor del talego. Es curioso que esta gente pague para que la traten como a los reclusos».

El protagonista, pese a ser un tío que se aleja del preciosismo de la comida moderna que «se sirve en platos cuadrados» y de que cuando está en  soledad el disfrute es prepararse «una buena tortilla de papas», en un momento de la novela se deja seducir por los fogones y prepara un pollo al curry con arroz a su vecina Candi. Ella y la novela de Galdós, Misericordia, son las dos únicas cosas que de verdad traspasan el corazón de este ex-presidiario que  busca la venganza más difícil, la de los pobres frente a los ricos y poderosos. Y así acaba la novela con ganas de emprenderla contra todas las injusticias del mundo y del Planeta.

¡Enhorabuena, canarión!

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Cuando uno se plantea por qué El Celler de Can Roca es el mejor del mundo o por qué tiene tres estrellas Michelin sabe que no es por una sola cosa, sino por un conjunto de detalles. No obstante, la comida es desde luego el punto principal para que lo sea, no solo por la elaboración  sino por las sensaciones que provoca y gracias al menú elaborado por los hermanos Roca se puede volar de lo global a la esencia de la cocina.

El restaurante propone a través de su menú un viaje al comensal que trasciende el espacio físico para llegar a la esencia del ser. En el inicio son los aperitivos que recuerdan a sus últimos viajes Marruecos, Líbano, Corea del Sur, México y Perú, con mini bocados en los que aparecen las especias o sabores más característicos de cada lugar, como el aguacate y cilantro del guacamole mexicano. Acto seguido se lleva al comensal al lugar en el que está: el Mediterráneo, gracias a un bonsái de olivo del que penden unas aceitunas rellenas de anchoa y rebozadas. Continúan los aperitivos con el producto de temporada y cercano, como unas setas conocidas como perrochicos que se recolectan en un bosque cercano y que sirven en una piedra pulida que se abre para dar lo que guarda en su corazón. Otro de los aperitivos llevan al comensal al bar de los padres con unos calamares a la romana, una tortilla de calabacín y un bombón de Campari y por último un brioche trufado con su caldo, que es academicismo.

El primer plato del menú es una ensalada verde, con la que juegan con el cromatismo de los diferentes verdes de una fresca ensalada con aguacate, lima, pepino, corazón de tomate, chartreuse, rúcula, oxalis, berro, sorbete de oliva y aceite de oliva. El siguiente plato, Moluscada al albariño, es la descripción de un vino de forma sólida. Esta es una de las constantes de la cocina de los Roca, ya que los vinos han pasado a integrarse en los platos. También juega con este aspecto el cochinillo ibérico en blanqueta al riesling. La memoria y la sonrisa inspiran una Comtessa (helado familiar que se puso de moda servir al término de las comidas en los ochenta en España)  de espárragos blancos y trufa. Con este plato también se ensalza el producto, ya que se acompaña de unas yemas de espárragos blancos. Es también el objetivo de Toda la gamba, en el que se sirve “la mejor gamba de Palamós” a la brasa son sus patas fritas. El tradicional bacalao en versión catalana no falta en el menú, aunque se sirve de una forma moderna y elegante, en el que impera la ligereza de una espuma, símbolo de la cocina de vanguardia, al igual que la cocción a baja temperatura con la que elaboran un salmonete. En los postres, los helados finos y sutiles de Jordi Roca marcan el final de fiesta donde se confunden los aromas de rosa, níspero, azahar, camomila, caléndula, violeta y jazmín de un Flower Bomb.

Esta esencia de materia se viste de palabras en esta entrevista ofrecida a The Foodie Studies por los tres hermanos Roca en la que nos explican las diferencias entre las estrellas Michelin y la lista de los mejores restaurantes del mundo y sus nuevos proyectos Somni y Rocambolesc.

El plato del chef ha muerto en el dinosaurio todavía estaba allí

El bar-café-librería El Dinosaurio todavía estaba allí de la escritora Marisol Torres cumple este fin de semana su primer aniversario. Anoche fui a celebrarlo por mi cuenta con Carlos G. Cano de Cadena Ser Gastro. El primero de los platos que pedimos sin pensar fue el que la escritora y cocinera creó hace un año en homenaje a la novela El chef ha muerto: un huevo frito sobre mousse de hongos y foie gras.

Las mesas se fueron llenando y desde la nuestra escuchábamos las órdenes de Marisol a Darío en cocina:

¡Marchando otra de chef ha muerto!

Gracias, Marisol por dar sabor a esta novela y enhorabuena por este primer año de metáforas en tu local de Lavapiés.