La novela histórica utiliza la gastronomía para ambientar al lector en una época y cuando está bien ligada, la lectura es un gustazo. Pero si además el protagonista es un tipo de pico fino y tan enamorado de los platos de la cocinera como de su ama, pues placer asegurado totalmente. Este es el caso de Isidoro Montemayor, el protagonista de «El reino de los hombres sin amor», que desde las primeras páginas no deja de entrar en la cocina de María (la cocinera de la marquesa de Cameros) atraído por el aroma del bacalao hecho en «una especie de guiso de manjar blanco muy suavemente espaciado».
Y es que en la casa de la marquesa se come bien —civet de liebre con arroz—, aunque en el camino, a veces, no tanto. Algunos días, solo lo que hay en la alforja: tasajo, pan duro y queso. En las tabernas y ventas, un plato de bacalao al ajo, olla podrida o unas uñas de vaca.
Sin embargo, esas uñas, aunque muchos las disfrutaban, en un mal día por muy hambriento que se esté solo saben a «tierra» y los garbanzos a «serrín». Aquí uno de los símbolos más humanos, nuestro cambio de la percepción de los sabores según nuestro estado de ánimo. Y es que lo maravilloso es encontrarnos con el plato que te haga olvidar la tristeza. Pero eso, ni ahora ni antes, es tan fácil.
El reino de los hombres sin amor es una novela también llena de detalles médicos, de cómo remedios ahora absolutamente ilógicos eran seguidos a pie juntillas en la época e incluso pagados a muy buen precio solo por los poderosos. Entre las prescripciones médicas, también aparecen las tan antiguas de la comida. A López Madera roído por la sífilis médico le había recetado «gallina guisada, caldos de ave, pistos, huevos pasado por agua,…», pero viendo el final tan cerca, se pasó por ahí mismo las normas.
La comida de la calle del siglo de Oro en Madrid también tiene sitio en la novela. Son las empanadas de liebre las que animan una mañana de mercado, pero «estaban tan especiadas que igual podían ser de gato que de rato». En estos puestos ambulantes, llamados también mesones o bodegones de puntapié, además de comida también se vendían bebidas como el aguardiente.
El desayuno es lo que más llama la atención: Micaela chocolate con picatoste e Isidoro aguardiente con letuario (frutas glaseadas) o vino con torreznos. Pero tan pronto se está arriba como se queda uno en la calle sin nada y es que «los pobres ni pueden hacer planes ni tienen futuro». Y en la calle, la conversación que no cambia:
—Nos abrasan a impuestos para pagar sus fiestas (la de la monarquía española).
—Deberían gravar con impuestos los pescados frescos, las carnes finas de caza, los corderos, las terneras y el aceite de ballena. Pero no, marcan la sisa sobre el vinagre, la carne de oveja y hasta las velas de sebo.
Los guiños gastronómicos son solo una pequeña parte de esta novela llena de lecturas, entre las que me quedo con las críticas a la corrupción por parte de los «hombres de Estado» desde que nuestro reino de España es nuestro reino.
«A Lerma se le podría culpar de muchas cosas, pero jamás de la tacañería con los fondos del patrimonio del Estado».
También la crítica alcanza a la Iglesia y me quedo con un hecho que está documentado que indica cómo esta institución se perdía en grandes asuntos:
—Por cierto —preguntó doña Luisa—, ¿se han puesto ya de acuerdo en si el chocolate es comida o bebida? ¿Quebranta o no quebranta el ayuno?
—Interesante tema, doña Luisa —comentó el fraile mojando un bizcocho (en su chocolate) —. Se han dicho muchas cosas, pero el papa Pío V declaró claramente que era un líquido. Claro, que León Pinelo puntualizó luego que el chocolate no quebrantaba el ayuno, pero sus aderezos…—explicó alzando el bizcocho—.
Y para grandes males, grandes soluciones, también en el Siglo de Oro:
— ¿Conoce a alguien que no encuentre justificado robar a un banquero?
Por cierto que desde entonces, se forjó también otro de los pilares de nuestro reino, la pobreza del escritor:
«Es la necesidad la que le hace escribir. Nosotros debemos rogar al cielo para que lo mantenga en ella, de modo que la pobreza le estimule el ingenio y nos enriquezca a los demás con sus obras».
«El reino de los hombres sin amor» de Alfonso Mateo-Sagasta es una novela en la que seguir las aventuras de Isidoro y sus desvelos amorosos por una dama, y en la que a falta de sexo, buenos son sus sabores y sinsabores.