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El reino de los hombres sin amor de Alfonso Mateo-Sagasta

La novela histórica utiliza la gastronomía para ambientar al lector en una época y cuando está bien ligada, la lectura es un gustazo. Pero si además el protagonista es un tipo de pico fino y tan enamorado de los platos de la cocinera como de su ama, pues placer asegurado totalmente. Este es el caso de Isidoro Montemayor, el protagonista de «El reino de los hombres sin amor», que desde las primeras páginas no deja de entrar en la cocina de María (la cocinera de la marquesa de Cameros) atraído por el aroma del bacalao hecho en «una especie de guiso de manjar blanco muy suavemente espaciado».

Y es que en la casa de la marquesa se come bien —civet de liebre con arroz—, aunque  en el camino, a veces, no tanto. Algunos días, solo lo que hay en la alforja: tasajo, pan duro y queso. En las tabernas y ventas, un plato de bacalao al ajo, olla podrida o unas uñas de vaca.

Sin embargo, esas uñas, aunque muchos las disfrutaban, en un mal día por muy hambriento que se esté solo saben a «tierra» y los garbanzos a «serrín». Aquí uno de los símbolos más humanos, nuestro cambio de la percepción de los sabores según nuestro estado de ánimo. Y es que lo maravilloso es encontrarnos con el plato que te haga olvidar la tristeza. Pero eso, ni ahora ni antes, es tan fácil.

El reino de los hombres sin amor es una novela también llena de detalles médicos, de cómo remedios ahora absolutamente ilógicos eran seguidos a pie juntillas en la época e incluso pagados a muy buen precio solo por los poderosos. Entre las prescripciones médicas, también aparecen las tan antiguas de la comida. A López Madera roído por la sífilis médico le había recetado «gallina guisada, caldos de ave, pistos, huevos pasado por agua,…», pero viendo el final tan cerca, se pasó por ahí mismo las normas.

La comida de la calle del siglo de Oro en Madrid también tiene sitio en la novela. Son las empanadas de liebre las que animan una mañana de mercado, pero «estaban tan especiadas que igual podían ser de gato que de rato». En estos puestos ambulantes, llamados también mesones o bodegones de puntapié, además de comida también se vendían bebidas como el aguardiente.

El desayuno es lo que más llama la atención: Micaela chocolate con picatoste e Isidoro aguardiente con letuario (frutas glaseadas) o vino con torreznos. Pero tan pronto se está arriba como se queda uno en la calle sin nada y es que «los pobres ni pueden hacer planes ni tienen futuro». Y en la calle, la conversación que no cambia:

—Nos abrasan a impuestos para pagar sus fiestas (la de la monarquía española).

—Deberían gravar con impuestos los pescados frescos, las carnes finas de caza, los corderos, las terneras y el aceite de ballena. Pero no, marcan la sisa sobre el vinagre, la carne de oveja y hasta las velas de sebo.

Los guiños gastronómicos son solo una pequeña parte de esta novela llena de lecturas, entre las que me quedo con las críticas a la corrupción por parte de los «hombres de Estado» desde que nuestro reino de España es nuestro reino.

«A Lerma se le podría culpar de muchas cosas, pero jamás de la tacañería con los fondos del patrimonio del Estado».

También la crítica alcanza a la Iglesia y me quedo con un hecho que está documentado que indica cómo esta institución se perdía en grandes asuntos:

—Por cierto —preguntó doña Luisa—, ¿se han puesto ya de acuerdo en si el chocolate es comida o bebida? ¿Quebranta o no quebranta el ayuno?

—Interesante tema, doña Luisa —comentó el fraile mojando un bizcocho (en su chocolate) —. Se han dicho muchas cosas, pero el papa Pío V declaró claramente que era un líquido. Claro, que León Pinelo puntualizó luego que el chocolate no quebrantaba el ayuno, pero sus aderezos…—explicó alzando el bizcocho—.

Y para grandes males, grandes soluciones, también en el Siglo de Oro:

— ¿Conoce a alguien que no encuentre justificado robar a un banquero?

Por cierto que desde entonces, se forjó también otro de los pilares de nuestro reino, la pobreza del escritor:

«Es la necesidad la que le hace escribir. Nosotros debemos rogar al cielo para que lo mantenga en ella, de modo que la pobreza le estimule el ingenio y nos enriquezca a los demás con sus obras».

«El reino de los hombres sin amor» de Alfonso Mateo-Sagasta es una novela en la que seguir las aventuras de Isidoro y sus desvelos amorosos por una dama, y en la que a falta de sexo, buenos son sus sabores y sinsabores.

Yanet Acosta con el músico Luis Antonio Muñoz (izqda) y el escritor Alfonso Mateo-Sagasta

Yanet Acosta con el músico Luis Antonio Muñoz (izqda) y el escritor Alfonso Mateo-Sagasta

Alfonso Mateo-Sagasta es escritor de novela histórica y amigo. Ayer presentó en Madrid su última obra: El reino de los hombres sin amor inspirada en el siglo de Oro español y protagonizada por Isidoro Montemayor, el personaje principal también en sus novelas Ladrones de tinta y El gabinete de las maravillas.

Durante la presentación, en la que fue interrogado por la autora de novelas policiacas Alicia Giménez Bartlett, el escritor desveló su receta personal para cocinar una novela histórica. Aquí algunos de sus trucos:

La novela histórica te debe hacer viajar a esa época.
Por ello el autor utiliza recursos como la descripción de un viaje de Burgos a Hendaya, que actualmente tomaría una hora en coche, pero que en el siglo XVII ocupaba más de un mes. Se trataba de un viaje infernal, sin hoteles ni restaurantes por el camino, por lo que había que arrastrar a muchos sirvientes que prepararan lo necesario. También había que contar con una estrategia para tener los suministros de comida suficiente. Por ello, en muchas ocasiones, el paso del rey por cualquier lugar en esta época era una auténtica ruina, porque se lo comían todo.
La Historia es una recreación personal. Yo la tomo con mucha ironía porque todo es discutible.
Para el escritor el humor es fundamental para recrear tiempos pasados. Además, asegura que hay momentos en los que la ironía sale sola porque describir situaciones como las que se vivían en aquella época son ahora una absoluta locura por lo que hay que mirarlas con humor.
La enfermedad como constante.
La enfermedad era una constante en siglo XVII y la humillación de terribles enfermedades llegaba a todos por igual, tanto al pueblo como a los jerarcas. La gente arrastra sus miserias como puede y esta situación es otro de los elementos que hace viajar al lector hasta esa época histórica.
La caricatura y los personajes.
En la novela aparece un gran número de personajes y para conseguir que el lector los recuerde, el escritor opta por la caricatura de muchos de ellos con grandes narices o culos desproporcionados.
La crítica desde la Historia a la actualidad.
En la Historia se encuentran situaciones como las que se viven en la actualidad y remarcarlas vale de crítica. Por ejemplo, la burbuja inmobiliaria tan actual en España, dice el autor que se inició con el Duque Lerma en 1601 cuando se llevó la Corte a Valladolid tras comprar terrenos allí que luego vendió a precio de oro.
Con esta receta de cómo cocinar una novela histórica comienzo la lectura de El reino de los hombres sin amor, una historia, en definitiva, afirma Alfonso Mateo-Sagasta, de amor.

El reino de los hombres sin amor de Alfonso Mateo-Sagasta

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La última novela del inglés Lawrence Norfolk pertenece a un subgénero de lo más delicioso: novela histórica gastronómica. En la literatura internacional hay muchos ejemplos de este tipo de novelas y El festín de John Saturnal es uno de los últimos que se han publicado en España. En ella, mitología e historia se mezclan para contar cómo el hijo de la que era considerada una bruja llega a la cocina de un noble en el siglo XVII con la guerra civil inglesa de fondo. El secreto más bien guardado de este chico, John Saturnal, es, además de su fantástica aptitud para descubrir los sabores, su memoria en la que archiva las recetas legadas por su madre del mitológico banquete de Saturno.

Lo que más me gusta del libro son los comienzos de cada capítulo en los que describe recetas como la del hipocrás o vino especiado, espuma de rellenos de aves, caldo de lampeas o el cinturón de azúcar para una persona amada, que demuestran que la creatividad siempre ha sido ingrediente indispensable en la cocina.

Más que historia, el autor ofrece una revisión bastante poética en la que no falta el enamoramiento ni la venganza, aunque sin sorpresas. Y como mensaje de fondo, la igualad que se vivía en el Edén, antes de que las religiones llegaran:

«Los primeros hombres y mujeres comían como iguales. Se servían unos a otros. Intercambiaban sus afectos y vivían como iguales. Eran iguales en su riqueza. Nosotros lo somos en nuestra pobreza».

La importancia del cocinero dentro de la jerarquía de sirvientes de la Inglaterra del siglo XVII queda patente en esta novela, en la que el lujo además de las golosinas hechas con azúcar son los platos tocados por la pluma de faisanes, gansos, pichones, perdices, capones y patos. No obstante, en los mismo fuegos se cuecen diariamente las gachas para el desayuno de los pobres y del servicio, mientras que el valor de las chirivías silvestres, el apio, las castañas y la retama solo lo veían quienes conocían los secretos de la cocina del Edén.

Los reyes erigen sus estatuas y los eclesiásticos construyen catedrales. Un cocinero no lega monumentos, sino migajas.

Lawrence Norfolk. El festín de John Saturnall