Black, black, black (2010) es la primera novela del detective Zarco, un dandi, gay con querencia por los jovencitos como Olmo, frío asesino de mariposas. Zarco ironiza por no ser uno de esos detectives de Cosecha Roja o Adiós muñeca. No bebe litros de whisky y el sentido del humor es su aliado. Come en casa del sospechoso croquetas de jamón y merluza en salsa verde y la única pista que encuentra son los rastros de harina entre los anillos de la señora de la casa. Las croquetas son caseras.
Se enamora del asesino y solo gracias a la intervención de Paula, su ex-mujer, puede resolver el caso y cobrarlo.
Este fin de semana conocí a Marta Sanz en la Feria del Libro de Fuerteventura. Por supuesto, le hablé de Zarco, del que dos años después sacó Un buen detective no se casa jamás. Me dice que no volverá al género negro y que no se encontró demasiado cómoda en el ambiente de escritores de género. Y no me extraña. Su propuesta es una sátira de la novela negra un detective que no hace su trabajo. Un dandi y un seductor. La perdedora es Paula, su ex-mujer que siente el frío de la soledad y su cojera como el lastre de su vida. Al rato se retracta y me dice, bueno, a lo mejor recupero a Paula. Mola.
Marta vive el Madrid y en su Black, black, black se nota sobre todo por esta definición de «una cafetería de las de siempre en Madrid»:
«La barra con los bordes metálicos. Taburetes altos con reposapiés. Las bandejas redondas y brillantes. Por la ranura central de los achaparrados servilleteros, también metálicos, asoman servilletas de papel, a veces decoradas. Ceniceros de vidrio basto, arañado, y los palillos en el palillero cilíndrico. Cajas registradoras. La televisión encendida. Echan deportes. Los camareros, casi siempre de mediana edad, llevan chaquetilla y pajarita. Fuman escondiéndose detrás de la barra. Matan la pava y salen disparados para atender al público. El escenario se diseca alrededor de los camareros: ellos son los únicos que envejecen entre el menaje y el cartel de reservado el derecho de admisión. Máquinas expendedoras de tabaco y a veces tragaperras. Tazas y platillos de loza blanca con un filo azul o rojo donde se escribe el nombre de la cafetería. Posavasos. Dos hielos y rajita de limón. Panchos para acompañar la caña de cerveza. Detrás del mostrador, la lista con la selección de bocadillos: calamares, morcilla, tortilla española, cinta de lomo sola o con queso, beicon con queso, pepito de ternera, jamón serrano, salchichón, chorizo. Los imprescindibles. Debajo los sándwiches: mixto, vegetal y mixto con huevo. Y las raciones: aceitunas, patatas bravas y alioli, oreja con tomate, callos, lacón con grecos, patatas con chistosa, pimientos fritos, boquerones en vinagre, ensaladilla rusa, mollejas, pulpo a feria… Contra la pared se apoya la silueta en contrachapado de un cocinero gordo cuya barriga es una pizarra sobre la que se escribe el menú: dos primeros, dos segundos, bebida, café o postre a elegir».
Sin embargo no es ese el sabor que queda en la novela, tampoco el de las croquetas. Lo que queda de Black, black, black son los efluvios que suben del patio de vecinos de papillas asquerosas, alubias con chorizo, guisos modestos y sopas de sobre. El mejunje de un vecindario asesino. Y es que así son a veces las novelas negras, no plato gourmet sino plato de realidad a veces no demasiado agradable.