En una mesa hablaba con otros tres. Cada uno ponía sobre el tapete su escrito inédito, y, a su lado, un huevo frito. Con puntillitas y la yema perfecta; pequeños, de codorniz; grandes, de avestruz. El de Anne estaba acompañado por dos de gallina, con la yema muy hecha.
Hablaban sin parar en defensa de sus huevos fritos. Bebían sangría, casi a oscuras. Un pequeño farol tras sus cabezas dibujaba las sombras. Anne miró a derecha y a izquierda buscando a un camarero, pero no había ni rastro del personal. De hecho, parecía que estuvieran solos y sin nada que beber. Fumaban y hablaban. No se escuchaban. Caras pensativas.
Anne estaba desorientada e intentaba averiguar en qué terraza se habían sentado. Sólo había una mesa, un farol y sombras de plataneras. ¿Cuánta sangría había bebido? No lo sabía, pero quería una copa más.
Un picor la sacó de sus pensamientos. Era un cosquilleo que comenzaba en la punta de los dedos del pie y que iba subiendo por sus piernas hasta la barriga. Allí el escozor era aún más intenso y trepaba con fuerza hacia la espalda. En el cuello, era irresistible. Los ojos miopes de Anne empezaron a enfocar.
Su cuerpo estaba cubierto de hormigas.
Giró la cabeza hacia atrás. Un espeso manto negro, avanzaba imparable hacia la mesa. Sin hablar se levantó de un salto de la silla. Intentó sacudirse las hormigas. Los otros tres seguían hablando. Sin verla.
Anne salió corriendo, aturdida, así que en lugar de alejarse, se fue al encuentro de esa marea negra hecha por un aluvión de insectos. Cuanto más corría, más se introducía en un mar de zumbidos y aleteos y mejor podía ver en detalle los cuerpos de los insectos, y, hasta sus caras de pavor.
No entendía lo que ocurría, pero seguía corriendo en la dirección opuesta a los que huían. Un gran grupo de mariquitas, de bellos caparazones rojos, silbaban en su escapada. Sus rostros eran de pánico. Sus ojos y sus bocas abiertas, enseñaban la mucosa interior, llena de terror.
Anne iba directa hacia el foco desde el que salían despavoridos los insectos. Notaba el temblor de la tierra y, ante ella apareció una gran puerta abierta. Eran las entrañas. Dentro, los temblores eran más fuertes. Detrás de la masa de insectos, que invadía la gran entrada, una estampida de cuadrúpedos y personas. Se pisoteaban al intentar salir. Gritos, alaridos. Mujeres embarazadas apisonadas por la muchedumbre. Entre los que corrían, rostros conocidos. Su amiga, la china Estrella Roja. Anne gritó:
—¿De qué huís?
Estrella Roja sólo dejó escapar un resuello con los ojos perdidos, sin parar de correr. Anne se detuvo. Miró a su alrededor. Estaba cerca de la puerta por la que se había colado en el interior. Parecía una gran catedral. El techo era como el de una cueva, pero con bóvedas perfectas talladas en la piedra. Otra chica, también se detuvo. Se miraron. Se entendieron. Sortearon los cuerpos en el suelo y a los que escapaban para llegar hasta una columna, en una esquina. Estaba claro que ella también había recibido esas enseñanzas en la escuela para protegerse de un terremoto. Todo temblaba cada vez más y Anne quiso convertirse en parte de la columna. Callada, casi sin que se notara su respiración entrecortada.
Las entrañas de la tierra rugieron y los pilares de la cueva se vencieron. Polvo, confusión. Anne perdió el conocimiento.
Cuando abrió los ojos, ahí estaba, pegada a la columna como si fuera parte de ella. La luz le hacía daño. Sólo quedaban cascotes y dos columnas por encima de todo. Buscó a la otra chica. Ella estaba allí, completamente zombi, despegándose de su columna. A su alrededor, nada más que escombros y ni rastro de insectos, aunque quizás quedaran algunos huevos de hormiga escondidos en la tierra que poder freír.
¡Vaya pánico!. Lo que comienza como un relato sobre una comida cualquiera – con charla de alabanzas a Lucio incluida- acaba transformándose en una dislocada marabunta que te atrapa!!!!!. Para acaabr despertando la curisidad morbosa…¿A qué sabrán los huevos de hormiga fritos?…
Gracias por el regalo de Año Nuevo, Yanet.