Crematorio, la novela de Chirbes, un gourmet

Publicado: 30/03/2016 en Literatura y gastronomía
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Rafael Chirbes escribió de gastronomía en el diario El País y en la revista gastronómica Sobremesa, de la que fue director. Pero sobre todo fue un «gourmet» de la literatura, de la pintura, de la música y de la gastronomía. Y esto se nota en Crematorio, un novelón que ha sido la base de una de las mejores series de televisión en España.

En Crematorio, este autor fallecido en 2015, nos da un menú de lo más amplio de grandes citas literarias, canciones y obras de la música clásica, cuadros y piezas arquitectónicas. Sin embargo, nada obstaculiza la lectura rápida de sus más de 400 páginas en las que narra tan solo unas horas. Desde que muere Matías, el hermano progre del protagonista, Rubén, un arquitecto metido a constructor en la costa Mediterránea que ha ganado tanto dinero como delitos urbanísticos y de otro tipo ha cometido.

El dinero hace al gourmet, y el arquitecto que en sus comienzos brindaba con sidra El Gaitero con los engañados dueños de las tierras que adquiría, ahora lo hace con champán, no con cava («Antes decía champán y era cava, o sidra»), con «champán-champán». Mumm, Roederer, Dom Pérignon, Pommery, Veuve-Clicquot.

El dinero y el tiempo ha sofisticado este país de cemento. Sin embargo, en la comida, los hombres pragmáticos lo continuaron siendo en esos años de bonanza en lo comestible, donde la materia prima era lo principal:

«Rubén, comiendo, discutiendo con unos y con otros, metiéndose gamba en los restaurantes, cigala gigante (en la cigala el tamaño sí que importa, compañero), mero, cordero asado a la castellana regado con vino de la Ribera del Duero en el Asador Granadino, descabezando las gambas hervidas en La Xarxa, pasándose la lengua por los labios, zampando, bebiendo».

Algo de filosofía culinaria, sin embargo, sí que demuestra este constructor poco habitual por lo leído. Rubén pide verduras y un pedazo de atún a la parrilla e insiste que a la parrilla porque:

«La plancha es sucia, deja olores innobles, achicharra».

 

Más filosofía se cuela en el pensamiento de la jovencísima novia del constructor, pragmática a su manera:

«A cualquier progresista, a los ecologistas, les parece fatal los cazadores y, en cambio, se muestra como escandaloso que creen preces en cautividad, cuando eso evita en buena parte el expolio marino (…). La pesca reglamentada, con redes, con barcos, con marineros, es pura cacería».

«Imagínate que tuviéramos que comernos los pollos que Dios o la naturaleza (…) nos dan. Comeríamos pollos una vez cada diez años, y a qué precio (…). Los periodistas escribirían artículos larguísimos en las revistas de gastronomía contándonos la delicadeza, el misterioso sabor de las carnes de pollo, su fragancia, como ahora los escriben en Sobremesa para hablarnos maravillas de esos animales que no aceptan la domesticación, la becada, la perdiz roja, el ortolano».

Me ha fascinado la forma en la que Chirbes habla del paso del tiempo a través de lo comido y bebido:

«Ya empiezan a ser muchos días arrastrando mis kilos de más, pero también, y sobre todo, son muchos, muchísimos, una infinidad los kilómetros, una infinidad de habanos, de alcohol, toneladas de solomillos, de chuletones y chuletas, e callos bien melosos y picantes, de meros que alguien acaba de sacar del mar, de sabrosas gambas, de langostas a la parrilla o con arroz o a la termidor. Dicen que todo eso, a lo que yo califico de hermosura, pesa como plomo dentro del cuerpo, esa hermosura alimentaria o gastronómica pesa».

Pero también del paso del tiempo a través de lo gastado en comida:

«Cuesta un dineral que un niño llegue a adulto: toneladas de merluzas, platijas, cazones, lentejas, arroz, garbanzos y todas esas aportaciones de la astucia humana para convertir en apetecible la carne más o menos dudosa: filetes rusos, albóndigas, mortadelas, salamis, supuestas cabezas de jabalí».

Rubén habla de vino y destaca uno del Ródano: Le Sang des Cailloux y hace mención expresa a Sobremesa y su panel de cata. También habla de otros vinos sin dar marcas, pero todo lo rocía y lo quema con whisky y habanos. Mientras que su hermano Matías, el que yace muerto, el que militó en el PCE, era más de ginebra Larios y Ducados.

El arquitecto culto y viajero y constructor sin escrúpulos deja en la novela su recuerdo del mercado de la Merced en Ciudad de México: «olor a cilantro y a pescado podrido». Muy distinto es su recuerdo de Roma:

«Comerme unos buenos fetuccini, unos spaghetti alla matricciana, unas sabrosas vísceras (triple al romana) y grasientas piezas animales bien entrampadas (coda a la vacilara) en Checchino; deshuesar un buen pichón en Il Convivio, regarlo con alguno de esos poderosos vinos de Sicilia, vinos de quince grados que te cubren la boca de terciopelo y te encienden la sangre; con algún supertoscano de moda (un Sassicaia, un Ornellaia). Comer, beber, leer y ver arquitectura y pintura».

El sueño de cualquier gourmet de la cultura: Comer, beber, leer y ver.

 

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