Después de quedarme enamorada de la lectura de la novela gráfica Los ignorantes, José Ramón, mi amigo fanzinero de Logroño me hizo un regalo grande: El gourmet solitario.
La vida, comida tras comida, en el día a día. Momentos sin más que reflejan la sociedad japonesa a través de sus restaurantes, en los que también hay camareros que contestan aquello tan español de «aquí no hay de eso».
Me gustan especialmente las viñetas que recogen la esencia de cada barrio de Tokio, esas que hacen soñar o añorar esa ciudad que el propio cómic define como «curiosa» en un dibujo en el que un enorme edificio tiene como finca contigua una pequeña casa al lado de un idílico puente.
Es un manga gastronómico, pero el protagonista, un comerciante de vajillas llamado Sr Inokashira, es abstemio. Un abstemio que en ocasiones desearía tomar sólo para no desentonar en los garitos que entra o porque añora su combinación con los sabores (cerveza con gyoza por la grasa, por ejemplo). Pero se confiesa: soy el prototipo de japonés que no puede tomar alcohol (por compulsivo).
Las viñetas despiertan el apetito, seducen en blanco y negro, entre las volutas del vapor que desprenden los platos y las onomatopeyas: Mmm, ñam, arg, slurp y tchak (¡el sonido de los palillos!).
El protagonista disfruta de la comida hasta en su último episodio en un hospital al que llega con las costillas rotas por un accidente en el trabajo. Su vecino de habitación apenas puede sorber, pero se apura en tragar lo que puede. Entonces, piensa:
«Comemos, luego existimos. Así es la vida».