1
Mejilla a la sal
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Bernard van Leer, el director del Congreso Mundial de Cocina, se sienta frente a los micrófonos que esperaban al Chef.
Pero sólo está él. Solo.
Los cámaras, por si acaso, comienzan a grabar.
El director respira hondo, abre la boca y baja los ojos.
Ni una sola palabra.
El sonido se ahoga en su garganta.
Sube el cuello y estira hasta el flequillo.
Más de seiscientos ojos le observan. Periodistas de todo el mundo que han venido a la inauguración especialmente para ver al Chef.
Van Leer aprieta los puños bajo la mesa y acerca la cara al micrófono:
—Señores, el Chef ha muerto.
Una lágrima de sal resbala por su mejilla.
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2
Vergüenza en salsa verde
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Ven toma su café en el bar de Sito. Como todas las mañanas. Ojea los periódicos. Hace años que no gasta ni un céntimo en comprar uno. El papel está destinado a morir y no quiere ser él quien alimente el último aliento de la prensa. Le gusta comentar los titulares con los habituales de la barra y jugar a decir tonterías. Esta mañana, todas las portadas destacan la misma noticia.
—Joder, Sito. Se ha muerto el tipo que hacía mariconadas con la comida.
—Joder, Ven. No me digas que te enteras ahora. Están bombardeando desde ayer en la televisión con el notición. Lo mejor es que no se sabe cómo coño ha muerto. Y lo peor es que estaba en no sé dónde…
—En Corea —grita Pepe el mecánico desde el otro lado de la barra—. Me acuerdo porque fue la sede del Mundial de fútbol y anoche pensé: hay que joderse irse tan lejos a morir. Además, era un tipo listo y se lo curraba. Yo lo vi un par de veces en el programa de Buenafuente. Así que Ven, déjate de rollos, que ya te hubiese gustado ir a ti a su superrestaurante.
—¡Bah! —contesta Ven desde el otro lado y sigue ojeando el periódico—. Coño, si parece que no ha pasado otra cosa en el mundo.
—Es que eres un pedazo de bruto —le suelta Juan, el carnicero—. ¿Es que no sabes que ese tipo hizo grande a España? Esta mañana decían en la radio que ha hecho más él por el país que el mismísimo presidente del Gobierno.
—Eso no es difícil —grita el mecánico.
Ven le hace un gesto de incredulidad y se detiene en su parte favorita del periódico. La lee a escondidas todas las mañanas y nunca la comenta.
“Piscis. Buen momento en lo laboral. Amor a la vista, pero, cuidado, la halitosis le puede distanciar de la persona amada”.
Dobla el periódico, deja las monedas del café sobre la barra y se despide mientras piensa en si de verdad tiene halitosis. Algo bueno tiene que tener esto de no tener olfato ni gusto. Aunque, claro, de ser cierto, lo debería haber arreglado hace ya mucho. Nunca ha entendido por qué los horóscopos piensan siempre en parejas y no tienen en cuenta que la mayoría de quienes los leen están divorciados o viudos. Confía en que la predicción por lo menos haya acertado con el trabajo y el Jeta le encargue algo hoy.
Espera en la estación del autobús. Toma el 18 hasta el centro. Se baja en Plaza Mayor y anda hasta la oficina del Jeta. La entrada está custodiada por las dos putas de siempre: Cristal y Lulú. Con los culos apoyados en la pared de la entrada principal miran a Ven de arriba abajo, pero ya no le sacan la lengua ni lo invitan a subir con ellas al número dos de la calle Jardines. O hace mucho que lo conocen o va a ser cierto lo de la halitosis.
El pasillo que lleva hasta la oficina del Jeta tiene pinta de oler cada vez peor. Está desierto y apenas hay actividad en los escasos despachos que aún siguen abiertos. Siempre se ha preguntado de quién será este edificio que ahora es un fantasma de los setenta. Se detiene en la puerta de chapa y cristal grueso de cuadraditos de la que pende el letrero “Asegura servicios”. Para Ven, su amigo el Jeta puede ser brillante en muchas cosas, pero desde luego no en idear nombres de empresas. Abre la puerta y mueve ligeramente la cabeza para saludar a la secretaria. Al fondo está el Jeta, con su traje impoluto y su pelo engominado. Se ve casi igual que cuando lo conoció hace veinte años.
—Hola, Jeta.
—Ven, dichosos los ojos y no vuelvas a llamarme así en público.
—¡Anda ya, ni que María no lo supiese!
A Ven casi se le escapa un ligero movimiento de labios que recuerda de lejos a una sonrisa. El Jeta se ganó a pulso el sobrenombre cuando estaban en el CESID. El servicio de inteligencia de la Transición necesitaba caras nuevas y no preguntaba demasiado. Ven se había pasado meses infiltrado como pinche en las cocina universitarias. El Jeta llegó el último, jovencísimo y con pocas ganas de trabajar, siempre había alguien que lo podía hacer por él. Hasta que todos le conocían como el Jeta. Todos menos María, eterna secretaria de secretos mal guardados. El mismo perro, distinto collar y un amor platónico, el de María por este señorito gaditano, que sigue seduciendo hasta a las cucarachas de la oficina, aunque hace años que le conozcan.
—Ven, menos mal que vienes, tengo algo urgente que resolver. Es un asunto para ti.
El Jeta se levanta de la silla y se pone a andar por el despacho con un sobre en la mano. Otra costumbre de los viejos tiempos que aún no ha perdido. Pasearse con un papel en la mano de un lado a otro, aunque el papel esté en blanco. Una táctica más para parecer estresado por el trabajo, aunque hace meses que esperaba que le llegara algo.
—Ven, menos mal que te ha dado por pasarte por aquí. ¿Me puedes decir cuándo te vas a comprar un puñetero móvil?
Ven ni se inmuta. Sigue de pie.
—Cuando me pagues como debes. ¿Qué tienes?
—Es algo gordo, pero sencillo.
—¿Como yo?
—Ven, esto es serio.
Cuando el Jeta dice “gordo”, “sencillo” y “serio” a la vez, sólo quiere decir una cosa: no tiene ni idea de cómo va a ser el caso. Así que Ven se sienta para recibir el encargo con mayor concentración y descansar los pies. Sus zapatos parecen que han encogido de dos años a esta parte. Y pensar que antes los zapatos duraban hasta cuatro años. Ya no se hace nada como antes. Ni siquiera las Barbies.
—Una compañía aseguradora quiere un informe de la muerte de uno de sus clientes especiales —anuncia el Jeta con tono de ejecutivo—. Es el cocinero de un restaurante al que tenían asegurado como si fuese un futbolista.
Ven no se contiene:
—¿Cocinaba con los pies?
El Jeta sigue hablando sin hacerle ni caso.
—Es por la póliza, para pagar o no. Quieren saber si murió por accidente o fue un suicidio.
—O un asesinato. Esos cocinillas que se creen artistas, son capaces de cualquier cosa por una receta.
—Hay que descartarlo todo. La policía ya está con ello. El muerto es un tipo conocido, de los que salen en los periódicos y en los programas de la tele.
—No sigas, el Chef —dice Ven llevando el bigote a la nariz en señal de desagrado.
—Exacto. Ya sabía yo que ibas a encajar a la perfección en este caso.
Ven mantiene sus facciones de desgana.
—¡Eres mi hombre en la cocina! —continúa el Jeta,
sin esperar a ser contestado—. Aunque todavía estoy esperando que me hagas esa salsa verde que te hizo famoso en el restaurante vasco de Caracas, pero no la especial de la Casa, con la que casi te caes con todo el equipo.
Ven hace crujir la lengua contra el paladar y tuerce el labio superior en un nuevo gesto de desaprobación. Todo fue por usar una pastilla de caldo concentrado. Nunca ha entendido a los vascos. Se pasan el día hablando de comida y parece que viven sólo para comer. Ven se hizo famoso en cocina por una salsa que no tenía ningún otro truco que unos sobres de “salsa verde” y unos cubitos de Starlux. Lupe le mandaba todo desde España para poder hacerse pasar por cocinero en esa madriguera de terroristas. Todo iba a la perfección. Ven cocinaba en casa, alegando no querer compartir el secreto, pero cuanto más misterio, más curiosidad. El jefe de la banda lo siguió para descubrir cuál era el truco de la base de la salsa. Y en lugar de la receta descubrió el recetario del CESID de cómo seguir los pasos de los etarras en Venezuela. Ven tuvo que salir a todo correr y tras vagar por la selva durante meses, contraer la malaria y casi morir en la huida, Interior se lo agradeció suspendiéndolo de empleo y sueldo por no entregar sus informes a tiempo. Y para cuando volvió a España, Lupe se había mudado sin dejar señas, cansada de esperarlo. Para lo único que le valió la operación “Salsa verde” fue para demostrar que una de las habilidades del cocinero es mentir y que muchos de los que pagan por la salsa especial del Chef, son una panda de incautos que se creen entendidos y no tienen ni idea.
—Jeta, lo de Venezuela fue hace mucho.
—Hace más de tu paso por la CIA y aún se te recuerda como el de los perritos calientes —le dice el Jeta con sonrisita en los labios.
—Lo malo de los amigos es que te conocen desde hace demasiado. Yo también te puedo recordar alguna que otra historia, como aquella vez que tú…
—Ven —interrumpe el Jeta dirigiendo la mirada hacia María—, no es momento de batallitas. A lo que vamos: ahora hay un muerto y una buena cantidad que va a ir a parar a tu bolsillo, si resuelves el caso con rapidez.
El Jeta se levanta y va hacia él. Le apoya con delicadeza sus manos en la espalda y lo invita a levantarse con una sonrisa encantadora, mientras le tiende con sigilo un sobre abultado. Luego regresa a su silla y alza la voz:
—María te dará el dossier. Ah, y no te olvides de pasarte por la comisaría. Se encarga del caso un sub-comisario nuevo, se llama Koski.
Ven abre el sobre y ve muchos billetes de cien y cincuenta. El caso es importante. Se lo guarda en el interior de la chaqueta, recoge la carpeta en la mesa de María sin decir nada, y hace el mismo gesto que a la entrada para despedirse de la secretaria. Ha pasado un buen tiempo desde la época del CESID, pero María no ha perdido el escote. Gira la cabeza y mira al Jeta, que hace años que perdió gran parte del pelo. Ahora es barriga y mocasines con borlas que le regala su mujer y que él usa aunque sea invierno. María sigue esperando a que se divorcie. Ven se convence: esto del amor no hay quien lo entienda. Ya en el pasillo vuelve a abrir la puerta y grita:
—¡Eh, Jeta! ¿Cómo dices que se llama el poli nuevo?
—¡Ven, no me llames así! ¡Lee lo que dice mi placa: Juan Diego Amestoy! El comisario se llama Koski.
Ven sonríe. Ha conseguido que el Jeta pierda del todo sus formas encantadoras y que María quiera clavarle el abrecartas por sacar de quicio a su jefe. A Ven le hace gracia escuchar el nombre del policía. Le suena a una cursilería entre amantes, algo así como “cuchicuchi” o “cosquillita”. Seguro que es lo que le dice el Jeta a María cuando se quita los mocasines con borlas.
En la puerta ya sólo está Cristal y lo siente de veras, porque le gusta mucho más mirar el perfil de Lulú. Unos pasos más abajo está la comisaría.
Ven palpa el sobre en el bolsillo y se permite una chispa de euforia, que se apaga enseguida, sumergida en las viejas derrotas que acaba de recordarle el Jeta.
Como tantas otras veces, siente vergüenza.
Una vergüenza en salsa verde.
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3
Beso de hojaldre
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Koski le tiende la mano. Respetuoso, impecable y rabiosamente joven y guapo. Le hace pasar a su despacho. Hay un ipad reluciente sobre su mesa ordenada, y al lado de la papelera una bolsa de deporte con el logo de un puma plateado.
—Este es un tema delicado, señor Cabreira. La policía coreana asegura que no hay muestras de violencia en el bungalow en que hallaron el cuerpo, aunque no entienden cómo pudo ocurrir un accidente tan estúpido —le dice el comisario sin rodeos.
—¿Y cómo de estúpido fue el accidente? —pregunta Ven analizando la perfección del peinado de Koski.
—Se asfixió mientras engullía un pulpo vivo. Es algo muy tradicional allí, me refiero a la ingesta de pulpo vivo, no a la muerte por asfixia, aunque algunas veces puede ocurrir. Es lo que indica el informe escrito en inglés por la comisaría de Seúl y en el que se hacen eco del realizado por la policía de Jeju, donde se halló el cadáver. Bueno, realmente se encontró en una isla cercana, Udo.
Ven va dibujando un mapa mental mientras el policía le habla con su precisión de burócrata. Le parece estar otra vez en Nueva York, en el colmado puertorriqueño de su amigo Luis en la First Avenue. Luis era ex – combatiente y no hacía más que hablar de Corea. Ven visualiza la Península dividida después de la II Guerra Mundial. Seúl a tan solo unos kilómetros, y en la punta opuesta, Busán. Muy cerca, en barco, Jeju, el paraíso con el que soñaban los soldados americanos. Udo, la isla de las mujeres, porque todos sus hombres estaban luchando y la mayoría muriendo. Charlar con Luis en español lo hacía sentir casi en casa, después de horas acarreando el carro de perritos calientes por cada despacho de la CIA. “Serás nuestro hombre en Nueva York”, le habían dicho en Madrid antes de partir.
—El Chef se encontraba solo en su bungalow –continúa el policía—, y nadie le pudo prestar socorro. Se trata de un personaje de gran impacto mediático, así que se quiere llevar todo con la máxima discreción posible, aunque es inevitable detallar las causas del óbito a la prensa. Mañana será el funeral civil en el Palacio Real. El cadáver está en camino.
—¿Hacia el Palacio Real?
A Koski le parece que los de la aseguradora le han enviado al más imbécil de sus investigadores.
—Hacia Madrid. El funeral será en la Plaza de Armas.
Ven se queda en silencio y valora qué le causa más perplejidad: los fastos por un cocinero muerto estúpidamente o ese comisario moderno que habla como un traje gris.
—Koski —dice Ven como si estuviera hablando solo—. Curioso: Koski.
Ahora es el comisario el que calla y se pregunta si la estupidez de ese tipo gordo con exceso de seborrea en el cuero cabelludo y vestido con muy poco gusto puede darle problemas.
—Confío en que se atenga a su deber profesional y espere las informaciones que le podamos ofrecer desde la comisaría. Por supuesto, no ha lugar a contacto alguno con la prensa.
Ven asiente con la cabeza y acerca el bigote a la nariz levantando el labio superior. Se despide con un movimiento de cabeza del comisario.
Otra vez en la calle Montera, mira hacia Sol.
La pendiente baja lenta, inundada de trabajadores apresurados a esas horas de la mañana. Los ociosos a la fuerza se apoyan en los finos troncos de los árboles. Unos chalecos verdes fluorescentes chillan a los ojos su mensaje imperativo: “Compro oro”. Parecen sacados de otro siglo, hombres-anuncio y hombres-desahucio que venden los anillos de sus esposas y las cadenitas de sus niñas. Tanta lucha para estar como en los cincuenta, cuando la gente empeñaba hasta las sábanas.
Sigue bajando y deja a su derecha unos multicines, donde antes estaban los Almacenes Arias. Cada vez que pasa por allí se le eriza la piel. En aquel incendio murieron diez bomberos y, en ese mismo sitio, unos meses antes, se despidió de Lupe sin poder decirle siquiera la verdad. Se iba a Venezuela. Era algo muy arriesgado. Los etarras se estaban reorganizando allí y él no podía dar detalles a su prometida. Para ella, él era un simple cocinero que odiaba su trabajo y creía que la revolución de la comida preparada en los ochenta iba a eliminar todos los restaurantes del mundo. Lupe reía y le daba la razón comprando siempre los últimos productos: sopas, latas, congelados y la tristemente célebre salsa verde de sobre. Cuando se marchó a Venezuela, ella fue su aliento. Le escribía cartas hablándole del barrio y le pedía lo que más deseaba en el mundo: una Barbie más para su colección. Y a cambio le enviaba los sobres de salsa y las instrucciones hechas a modo de recetas.
Ven para en seco y da la vuelta.
Todos los cocineros buscan inmortalizar sus descubrimientos con libros y a lo mejor en la Casa del Libro encuentra alguno de ese, el más famoso del mundo y muerto estúpidamente.
Se distrae pensando en muertes absurdas mientras remonta la calle. Morir ahogado en una alcantarilla de tan solo medio metro de profundidad siempre le ha parecido una de las mejores, claro que morir electrocutado en casa por apagar la vieja lavadora con las manos mojadas tampoco se queda atrás. Una de las más comunes es la asfixia por masturbarse con una bolsa de basura en la cabeza. Esta es una de las muertes estúpidas que más le gusta. Es para morir a gusto. Por eso es la que eligen políticos y actores. Ahora, a lo mejor, se pone de moda la asfixia por pulpo vivo.
A la puerta de la librería de Gran Vía, un tipo pide limosna a cambio de poemas. Ven lo mira de reojo. Lleva gafas de culo de botella y vaqueros. “Un euro, un poema”, escucha casi ya de lejos atravesando los torniquetes de entrada de la tienda. “Hasta la lírica es ya capitalista”, piensa Ven mientras mira distraído las pilas amontonadas de libros. No ve ninguno del Chef. Se extraña, porque su muerte en todas las televisiones del mundo agotaría cualquier libro que llevara su nombre. ¿Un gesto de respeto por parte de los encargados de la librería o una muestra más de que la desidia se impone en tiempos de crisis? Estudia el gesto aburrido de la dependienta más cercana.
Pregunta y la mujer le indica que están en la segunda planta y sin más se comienza a justificar diciendo que no van a cambiar todo lo expuesto por el Chef: “Total, para lo que se va a vender”. Ven no se equivocó: desidia.
Ven sube las escaleras recordando que tiene que cambiar de zapatos cuanto antes. Han encogido un poco más desde la mañana. Lee el rótulo “Gastronomía”. Esa palabra le suena a dolor de estómago y algo similar siente al llegar a las estanterías. Una chica morena de pelo ondulado tiene el torso doblado a la búsqueda de un libro y deja ver un escote de piel blanca salpicada con algunas pecas. Sus manos son finas y blancas.
Sobre la mesa entre las estanterías hay algunos libros del Chef. Se fija en una biografía autorizada escrita por un canadiense. Vuelve la vista a la chica. Se ha incorporado y entre las manos sostiene otro libro. Sus dedos se pasean entre las páginas. De pronto, cambia el ritmo. Rápido pasa a la contraportada y en un solo movimiento arranca la etiqueta del precio donde suele ir el dispositivo electrónico antirrobo. Decidida, mete el libro en su bolso y se da la vuelta.
Ven aparta la mirada y la desvía hacia una balda. En la etiqueta genérica lee: “Tortilla de patatas”. Aguza la vista y comprueba que hay más de veinte libros sobre semejante estupidez. Vuelve a mirar a un lado y del escote ya no hay ni rastro. Decide salir por donde entró con la biografía autorizada del Chef. “La primera y la única”, según la solapa, que ignora que será una de muchas. La chica que es escote y cascada de pelo está a punto de atravesar la salida. Ven acelera el paso, está a menos de un metro, pero aún no le ha visto la cara. Cuando las caderas de ella pasan por los torniquetes y el pie de Ven avanza, suenan las alarmas. El guardia de seguridad se acerca mientras la chica sale a la calle. Ven le entretiene disculpándose por el despiste de llevar el libro en la mano. El segurata arruga la nariz incrédulo y le señala la caja donde debe abonar el libro.
Ven busca con sus ojos a la chica en la calle. Quiere salir andando tras su escote, pero no toma ninguna decisión, como tantas otras veces cuando hay una mujer cerca. Recuerda a Lupe y su pelo ondulado, negro y fuerte y lo poco que lo disfrutó por no tomar la decisión a tiempo de llevársela o quedarse él.
Una frase del horóscopo de la mañana le salta a la cabeza: “amor a la vista”. Toma una decisión: cuidará su halitosis, aunque no la sufra. Y para rematar, se hace la promesa de no incumplir más promesas. —Señor, haga el favor de pasar por caja —repite el segurata.
Ven tiene los pies en la barrera, pero la cabeza casi fuera de la puerta. Sigue su búsqueda y la encuentra a punto de cruzar en el semáforo de la derecha. En ese momento, la chica se da la vuelta y, desde lejos, le lanza un beso tan ligero que podría estar hecho de hojaldre.
Sigue leyendo El Chef ha muerto
Hola, Janet.
Me han encantado los tres capítulos con los que nos obsequias a los seguidores de tu Blog. Los personajes son realmente creíbles y el humor con que tratas el asunto de la trama convierte el relato en una lectura muy amena.
Gracias y, un cordial saludo.
Muchas gracias, Aurea!!
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