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Intenté ocultarlo, pero fue imposible. No dejaba de mover la pluma entre los dedos. Me descubrieron: era una escritora que se enfrentaba por primera vez a un club de lectura.

A la puerta del salón de la biblioteca de Cuenca, donde se reúne el club de Las Casas Ahorcadas, en lugar del cartel anunciador había un menú del día. Empecé a tragar con dificultad una bola de saliva pegajosa. Aquí me destripan.

Una treintena de lectores, de los que el 90 por ciento se había leído El Chef ha muerto, estaban frente a la escritora.

En el cara a cara con el lector, no hay escapatoria, pero sí sorpresa.

Una primera crítica al uso de una magnum como arma.

Y después de la de cal, la de arena.

“¡Vaya frase la de Ven Cabrerira, el investigador privado!: El pasado es el futuro, por eso hay que cambiarlo desde el presente”.

“Me quedo con la parte de Venecia. Acabo de estar allí y es igual lo que cuenta”.

“Cómo me gustaron las recetas del cuaderno de tapas azules”.

“Es delicioso el momento en el que Ven descubre las teclas más usadas del ordenador, por favor, que alguien lo lea…Y esa parte en la que hablas de la fabada, es para hacerte hija pródiga de Asturias”.

“¡Qué atractivo Ven Cabreira!”.

“De eso nada”.

“Es una novela muy universal. Con personajes que pueden estar en cualquier sitio. Hace global lo local”.

“Los personajes secundarios son tan importantes como los protagonistas. Sin ellos no habría novela”.

“Usas la mentira para decir verdades”.

“Cómo me gustó el plato de la lágrima, esos crujientes”.

Y seguimos hablando, hablando…

Y, en un momento, el presentador Sergio Vera enfoca por intuición con el cuchillo recién afilado y da a matar:

-Y ahora dinos cinco platos típicos de Cuenca.

-Morteruelo, ajoarriero, gazpacho manchego… sepia del Júcar… y zarajos de escritora….

El tamaño sí que importa, sobre todo si se habla de relatos y de leerlos en un bar como los  Diablos Azules (calle Apodaca, 6, Madrid).

Fue una noche mágica, en la que desgranamos el espíritu de Ven Cabreira y El Chef ha muerto.

Aquí uno de los párrafos leídos:

Se distrae pensando en muertes absurdas mientras remonta la calle. Morir ahogado en una alcantarilla de tan solo medio metro de profundidad siempre le ha parecido una de las mejores, claro que morir electrocutado en casa por apagar la vieja lavadora con las manos mojadas tampoco se queda atrás. Una de las más comunes es la asfixia por masturbarse con una bolsa de basura en la cabeza. Esta es una de las muertes estúpidas que más le gusta. Es para morir a gusto. Por eso es la que eligen políticos y actores. Ahora, a lo mejor, se pone de moda la asfixia por pulpo vivo.

Y, de acompañamiento, una copa de vino.

Ir a un restaurante para mí es pasármelo en grande. Divertirme, reírme, pensar. Y eso sin la gente de sala es imposible. Un jefe de sala que te sonría, pero no en plan anuncio, sino desde la sinceridad. Que se interese por ti, pero no en plan políticamente y distantemente correcto, sino desde la empatía. Que participe de tu fiesta  a través del guiño de la sonrisa. Que te guíe en conocimientos, pero nunca desde la soberbia ni desde el exceso de información, sino desde la naturalidad del que quiere aportar. Y que también se deje alimentar de otros conocimientos, pero no desde el solícito “Ah”, sino desde su propia curiosidad. Que no se note que está cuando llega el momento de silencio y reflexión y que aparezca como por casualidad en el momento que toca volver a festejar. Que comparta felicidad.

Por eso en la sala también se pregona: El Chef ha muerto. Y si no que se lo pregunten a Didier Fertilati y a Giovanni Mastromarino del restaurante Quique Dacosta.

¡Gracias!

Los canallas no estamos hechos para la nostalgia. Te acuerdas de tu abuela, del flan que te hacía cuando eras pequeño (el de verdad, no el de los polvos) y vas y quieres volver a hacerlo. Y como era el que hacía la abuela, pues te vas a la estantería a por un recetario viejuno y manos a la obra.

Cuando ya está la leche calentándose al fuego con la vainilla, vas y lees la parte superior de la receta en la que pone: “8 personas”. ¡Dios pero si vivo sólo con una gata que nunca quiere comer lo mismo que yo! Intentas corregir. Quitas la mitad de la leche (así, a ojo).

De pronto te llama Rafa por teléfono para quedar y, claro, tú sigues a la faena. Pones el azúcar a calentar mientras se lo vas transmitiendo con el móvil pinzado entre hombro y oreja a tu colega, quien, casualmente ha trabajado en alguna cocina. A los segundos, cuando intenta convencerte de que lo mejor es quedar en otro bar, te advierte: ”Y cuidado que no se te empanice”. “Empa…qué?”

Miro al recipiente y ya sé de lo que habla. Unas bolitas de azúcar han usurpado el lugar que debería ocupar un caramelo líquido. Cuelgas a tu colega medio cabreada diciendo aquello de: “Ya hablamos que estoy muy ocupada” y te propones hacerle la guerra al empanizado.

Intentas lavar la cacerola con el azúcar apelmazada en el fondo y se produce el terror en el fregadero. ¿Pero cómo se quita esto?

Respiras y recuerdas las últimas palabras que has leído de Freud. En otra cacerola lo vuelves a intentar y se medio vuelve a empanizar, pero al final, piensas que no se notará.

Revisas la receta y, claro, si has quitado la mitad de leche, pues habrá que quitar la mitad de huevos, pero, como está hecho a ojo, pues le pones un huevo más que, total, no se va a notar.

Y ya por fin, al horno. Media horita dice el libro. Y lo dejas. A los 25 minutos te acuerdas y reaccionas: “Si tiene la mitad de ingredientes, a lo mejor, necesita la mitad de tiempo”. Apagas con urgencia el horno y, ahora, a enfriar durante dos horas (¿o será una hora y media porque tiene la mitad de ingredientes?).

Cuando lo sacas de la nevera sólo tienes dos opciones: o soñar que vuelves a la infancia o leerte enCrudo.

Definitivamente, El Chef ha muerto.

(Por cierto, me ahorro la foto…)

Hay muchas recetas negras. El bonito con tomate, lo podría ser, pero, mucho más la versión ennegrecida del restaurante Gumbo de Madrid (uno de los muchos que aparecen en la novela El Chef ha muerto).

Este plato se hace muy rápido y es ideal para festejar Halloween, el Día de Acción de Gracias o el futuro que nos espera…

La receta, que me ha regalado Matthew Scott, sólo tiene un misterio:  el caparazón crujiente y negro que envuelve una rodaja jugosa de bonito. Y se hace mezclando en un contundente mortero 3 cucharadas de pimentón, 1 cucharadita de pimienta negra, media cayena, 1 ramita de tomillo y un toque de orégano, además de un ajo.

Con esta mezcla de especias se reboza la rodaja de bonito desespinada y sin piel, para después sumergirla en aceite bien caliente por espacio de unos segundos. Unos cristales de sal por encima y listo. Se aconseja servir acompañado de tomate y sobre lecho de lechuga para no verlo todo tan negro.

El Chef ha muerto ha inspirado recetas y canalladas gastronómicas, como el fanzine enCrudo. Ahora, también, cómic (o por lo menos un primer dibujo).

Aquí está la viñeta de Felipe Lorenzo del Colectivo de Ilustradores Canarios:

«Todo el mundo quieto o mato al pulpo» y eso para meterlo en una lata!

¡Gracias Felipe!

Para aquellos que ya se han terminado «El Chef ha muerto» y todavía les queda ganas de leer algo más de literatura negra gastronómica les recomiendo el cuento «Vainilla o madera».

Está publicado en la antología «La vida es un bar. Cuentos de noche. Malasaña» y es uno de los cuentos de mi libro de relatos titulado Noches sin sexo.

El cuento comienza así:

—¿Vainilla o madera?

Su cálido acento francés la sacó de la espera en la barra del bar. Quería un vino, por hacer algo, por pasar la noche. En la Taberna Baztán, donde el Madrid del Malasaña más canalla va de vinos.

—Digo que si prefieres un vino con toques más avainillados y ligeros o con tonos más tostados —insistió la camarera.

—Ah, madera…—replicó Marta sin apartar la mirada de su cuello. Mientras le servía el vino, sus ojos hicieron el recorrido por su escote. Marta adivinaba el contacto de sus senos desnudos con el algodón de la blusa. En el trayecto de subida, la mirada se entretuvo en un colgante plateado y verde  hasta llegar a sus hombros, firmes.

—Aquí está, es un vino de La Mancha. Espero que te guste.

—¿Cómo sabes que soy de allí? Madrid está llena de gente de todas partes…

Y si quieres leer uno completo, aquí un microreelato negro y gastronómico.

Mugaritz se quemó y renació. Yo lo había dejado pasar, porque me parecía que uno tenía que estar curtido para poder llegar a la esencia de Andoni Luis Aduriz. Me parecía que era como entender la abstracción en pintura. Sólo lo consigues hasta que has visto mucho realismo, impresionismo, expresionismo, cubismo y otros “ismos” y tu mirada recupera la frescura del niño.

Andoni lo deja claro nada más entrar a su cocina: “Esto no es el Mediterráneo” –dice serio el vasco. “El País Vasco es plomizo y austero”, amenaza. Yo hago lo propio y me defiendo entregando mi arma de destrucción: El Chef ha muerto.


En la mesa empieza el discurso del Chef a través de su equipo. Tranquilo, cariñoso, afable, informal y muy atento y respetuoso. Casi imperceptible.

Nada de cubiertos para los primeros platos: Cerveza de legumbres tostadas, tapa de olivas y alubias con tomillo. Piedras comestibles. Levedad crocante de orégano y yemas. Cristal de almidón y azúcar manchado con praliné y corales de crustáceo. Focaccia de almidón de purearía a la parrilla. Huevas de besugo sobre una hoja de capuchina.

Mi compañero de mesa y yo nos miramos y a disfrutar como críos. Y caímos rendidos, sin pensar en nada más, que en el “hmm”.

Después, una sopa hecha a mortero por uno mismo y después una supuesta mozzarella y después unos noodles de cerdo y luego un pan de corazón cremoso y fundente con unas verduras.

Y en este punto, sólo aquí, empezamos a entender el mensaje: el cocinero nos está llevando al viaje de la evolución humana.

El menú comienza divertido con platos que se comen con las manos, pero que también recuerdan a la época en la que los homínidos éramos recolectores: legumbres, olivas, alubias y piedras que son tubérculos.

Después, nos recuerda nuestra etapa carroñera con una focaccia que cruje en la boca dando ese placer que dicen los antropólogos que nos retrotrae a la época en la que roíamos huesos (de hecho la focaccia tiene pinta de hueso craneal de cualquier animal prehistórico).

Con las huevas de besugo servidas sobre una hoja de capuchino, insiste en el sentimiento de alimaña del ser humano. Y los camareros muestran su paciencia. La hoja no se tiene que comer, pero la curiosidad mató al gato y no pude evitar mordisquearla y con ello, un punto de sabor amargo me nubló el sutil sabor estallante de las huevas. A cambio, una sonrisa de Joserra Calvo (nada de reprimendas por haber roto el plato).

Y por fin llegan los instrumentos a la mesa: un mortero con unas semillas de sésamo para que el propio cliente las machaque antes de servir el caldo caliente de una sopa. La revolución Neolítica.

Pero, a veces, aunque el Neolítico quedara atrás hace mucho, y quizás por ello, una, aunque sea crítica gastronómica, no puede evitar la torpeza. Las mesas me miraban. El de enfrente me hizo aquellos de “psshh”. Miré y me hizo un gesto con la mano. Y hasta que no me lo dijo, no caí. Estaba dándole con la masa del mortero al revés. Risas generalizadas compartidas. Es la primera vez que en un restaurante de alta cocina interacciono con otros clientes. Buena señal, muy buena. Esto es otra cosa.

Al final desistí y le pedí al homínido de mi lado que machacara él por mí, que ya estaba llegando el caldo claro de pescados de roca.

Y esta sopa no sólo nos llevó al Neolítico, sino a dos puntos del planeta distantes, pero no tanto: Japón y México. El caldo parecía de perfecta factura japonesa, pero el sabor, para mí, era mexicano.

Sigue la revolución neolítica con el pan (que engarza con el mortero, el primer instrumento con el que se practicó la molienda). Las primeras pruebas arqueológicas que constatan la aparición del pan nos llevan a Egipto en el 4.000 a.C. Pero también a Asia. Y la miga cremosa de kuzu del pan de Mugaritz, tocado por un ragout de alcachofas y tuétano, recuerdan a China en el paladar, aunque sólo sea de soslayo y en sus dim sum.

Y a partir de este momento, la cosa se complica. Entramos con el Medievo y el potaje meloso de pan cubierto de carne de buey de mar aromatizado con las hojas de geranio rosa. Sigue el pescado de lonja, mantequilla de cabra sahumada y tallos de acelga: ganadería, agricultura, pesca y mercado. Después textura de cabracho. Un plato serio que te devuelve al principio del menú, a la roca. Un producto del mar que lleva a la tierra. Un plato que sella los labios.

Un cuchillo potente anuncia la llegada de la carne y con ella un cambio de vino. De un champán a otro. De un refrescante y vívido Larmandier-Bernier Terre de Vertus Premier Cru a un La Closerie Les Beguines Extra Brut sereno y contundente, que tomado en copa de ancha de vino, siguiendo el consejo de Nicolas Boise, ofrece lo mejor de sí mismo, sin reservas. Y esto nos lleva de un salto al siglo XVIII, a la Ilustración y a la Corte del Rey Sol.

Pero cuidado, el fino plato de láminas de entrécula, emulsión de carne asada y cristales de sal tiene truco. Lo presientes, pero el chef vuelve a despistar con humor. El plato recuerda a una peluca justamente de esa época y algo enmascara. Es lengua. Deliciosa, pero lengua.

Le sigue un osobuco en apariencia. Insípido, gelatinoso, que me deja fuera de lugar. No me gusta y no lo entiendo hasta que recuerdo las palabras del Chef: plomizo y austero. Excelente juego. La contundencia de la carne es sólo una idea del desarrollismo del siglo XIX. Estamos en el XXI y Andoni ridiculiza nuestro concepto de “txuletón grande”: Sólo utiliza piezas innobles que convierte en femeninas y delicadas. El osobuco eran callos. Sacrifica el sabor por el mensaje. Otro plato para sellar los labios.

El último bocado antes del postre reconfirma sospechas: rabito de cerdo ibérico, hojas crocantes y aceite de semillas tostadas. Lámina crujiente, sofisticada, femenina.

El sabor dulce es un paisaje vasco: nueces rotas, tostadas y saladas, crema helada de leche de cabra y gelatina de Armagnac. Para acabar un beso de despedida canalla: Cucurucho de flores y clavos.

Hay que digerir el mensaje y el gin tonic en la terraza no se hace esperar. Y en lugar de hablar, sólo atiné a conjugar el verbo “hmm”. No sólo por sabor, sino por reflexión, ante el único cocinero con una actitud artística en la cocina. Guste o no guste, lo importante es el mensaje.

Y allí lo dejamos, leyendo en plan canalla en la cocina. Y es que El Chef ha muerto.

(Artículo publicado en el número cero del fanzine enCrudo)

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El sábado antes de tomar en Madrid un avión rumbo a Tenerife Sur vía Barcelona, siguiendo la racionalidad de nuestra economía, me tocó intervenir en una mesa redonda de Getafe Negro: Cosecha negra, los nuevos novelistas de novela negra en España.

Estaban Alejandro Pedregosa, granadino que acaba de publicar su segunda novela, Un mal paso; Gabriela Cañas, periodista de El País que publica la primera, Torres de Fuego; Enrique Rubio con su segunda y premiada novela Tania con i®, Nicolás Casariego que acaba de presentar Cara hueca y yo misma con mi primera novela, El Chef ha muerto. Todos moderados por Lorenzo Silva.

La cosa empezó como era de esperar hablando de por qué elegimos el género negro, también conocido como noir o thriller. En mi caso, creo que me eligió a mí,  porque si sumo los ingredientes que más me gustan: temática actual, humor e intriga, es lo que sale.

Y seguimos hablando de literatura hasta que llegó el tema que últimamente ninguna mesa, aunque no sea redonda, deja pasar por alto: el 15 M.

La mayor parte de mis compañeros mostraron su pesimismo frente a mi optimismo irracional.  “Esto no va a cambiar” frente a “Algo ya ha empezado a cambiar”. Como dijo Lorenzo Silva, en primera instancia, para comenzar una revolución siempre tiene que haber una toma de conciencia. A lo que yo añado: y un cambio de actitud personal, que se sume a los de otros muchos.

Nada de aquellas revoluciones del XVIII y del XIX, en las que la masa seguía a unos líderes. En el siglo XXI, la tecnología y la acumulación de conocimiento, junto con el desarrollo de las tecnologías, nos llevan al individualismo como grado de expresión máxima. Por eso fracasan los grandes medios de comunicación que siguen actuando como en el pasado, dirigiéndose a las masas. Mientras, triunfa la comunicación a través de las redes sociales, en la que siempre, aunque el destinatario sea múltiple, hay interacción bidireccional del emisor y el receptor como individuo.

No obstante, pese a esta evolución social que nos lleva a plantear un nuevo modelo de revolución o de evolución, comparto con el filósofo Zygmunt Bauman (premio Príncipe de Asturias 2010 y conocido por su concepto del mundo líquido, es decir, en constante movimiento) que falta conceptualizar una ideología nueva que dote de contenido y sentido a las grandes líneas de este movimiento que clama por una democracia real ya.

Trotskismo, marxismo y guevarismo, suenan ya a románticos rockeros del pasado. Y es que, irremediablemente, El Chef ha muerto.

(Las fotos de este post son de Jordi Navarro, autor también de la novela Las cinco muertes del barón airado)

Mikel López Iturriaga, también conocido como El Comidista, llegó -después de su experiencia como crítico musical y como aprendiz de cocina en la escuela Hoffman de Barcelona- a un blog gastronómico en el diario El País. Comenzó en julio de 201o. Su primer post fue sobre higos y brevas y tuvo 4 comentarios. Además cosechó 29 «Me gusta» en Facebook y un sólo envío a través de Twitter. Ayer, 19 de octubre de 2011, el día en el que lo entrevisté para el próximo número de enCrudo, su post «Cosas que nunca debes hacer en un restaurante» registró 328 comentarios, 4.791 «me gusta» de Facebook, 720 tweets. Esto da una idea del fenómeno que ha creado en torno a su blog y el revuelo que ha montado con el libro que acaba de presentar «Las recetas de El Comidista».


Quedo con Mikel en el Hotel de Las Letras en Madrid. Media hora después de lo previsto llego a la conclusión de que me ha dado plantón. De vuelta a mi guarida (situada estratégicamente a unos metros del lugar concertado), me llama. «Oye, que me olvidé, que voy como loco». Regreso, reímos y hablamos. «Oye, oye, que no voy de estrella».

Y en eso creo que está su éxito. Humildad, simpatía y un enfoque distinto del periodismo gastronómico. Un tipo que se lo toma con humor, que olvida las esquizofrenias y participa poco de la pompa de eventos. Un tipo llano que habla con normalidad de la cocina, de la música, de los antojos y de otras cosas más que son vida diaria. En definitiva, gastronomía canalla, que él mismo define a la perfección:

 Es un tipo de gastronomía que se sale de lo convencional, que tiene en cuenta la alta cocina como la más popular. Y cuando digo popular no es tradicional, sino la comida del día a día. Aprecia lo que denosta la cocina clásica y los gourmets. En ella caben los bollos y las hamburguesas, sin perder de vista la alta gastronomía.

Y vuelve el espíritu de la novela El Chef ha muerto. La entrevista fluye entre canalladas, que es como tiene que ser para un fanzine como enCrudo. Pero para leerla habrá que esperar a que salga el próximo número y que vaya de mano en mano. Ya está en marcha la cuenta atrás. (Con el número 2 en la calle, ya puedes leer la entrevista aquí)