No hay nada que más rompa una familia que la comida. Aguantar el sancta-santorum del cordero navideño, el tradicional dulce empalagoso de la tía y el indispensable turrón, no es sólo tradición. También es ideología.
Está claro que cada religión tiene la suya. Los budistas rechazan la carne porque consideran que violenta el karma y su primer mandamiento o yama es la Ahimsa, es decir, la no violencia.
Los musulmanes demonizan al cerdo, mientras que los cristianos lo alaban. Los judíos quizás sean los más complejos en lo que a normas de alimentación se refiere: no ingieren carne que proceda de animales ungulados ni especies marinas que no cuenten con branquias y escamas. Además, dependiendo de cada festividad se prohíben una serie de alimentos. La más conocida es la Pessah, que para recordar la huida por el desierto del pueblo judío, se rechaza la ingesta de productos que contengan levadura o necesiten de la fermentación (desde la cerveza hasta el pan y una lista que cada año dicta la autoridad competente).
Se puede pensar que es simbología, pero no exclusivamente. También es propaganda.
Durante el franquismo, en España ciertos platos se dejaron de nombrar por su apelativo como la “ensaladilla rusa” que pasó a llamarse “ensaladilla nacional”.
También las dictaduras influyen en cómo se come. Retomando el franquismo, se puede observar cómo en los años de posguerra, cuando los alimentos se distribuían entre la población a través de la cartilla de racionamiento, se obligó a las tabernas a tener un “plato único”.
El objetivo era evitar a la vista la abundancia gastronómica en una España hambrienta, pese a que los cuadros del partido se paseaban por el Horcher y el Jockey, los restaurantes de referencia en la capital.
“Horcher” se inauguró en 1943 y “Jockey” en 1945. Clodoaldo Cortés fue el encargado de inaugurar este último, tras haber pasado 22 años en el Hotel Ritz de Madrid y de aprender en restaurantes como Maxim’s de París y el Mayfair de Londres.
No había turista que no visitara uno de estos dos restaurantes, frente a la España que soñaba con el pollo de Carpanta.
También fue estratégico el “Menú turístico”. El visitante tenía que llevarse una idea de España y esa era la comida, la que va directamente a la emoción y quizás por eso se recuerde más, para bien o para mal.
Ha pasado el tiempo, pero no para la ideología en la comida. Con la cocina de vanguardia, se produce un rechazo ideológico, por parte de quienes siguen con la idea de que hay que comer como Dios manda.
(Publicado en el número cero de enCrudo)