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No apto para mujeres PD James

No apto para mujeres es una novela policíaca escrita en 1972 por la autora inglesa Phyllis Dorothy James, quien firmaba como P.D. James, un método habitual entre inglesas como J.K. Rowling como estrategia para no dar a conocer que tras el nombre hay una autora mujer. Pero en este caso, no solo hay una autora sino una detective mujer: Cordelia Gray.

Una astuta y joven mujer a quien su socio deja en herencia una agencia de detectives y a quien todo el mundo le recuerda que ese no es un trabajo apto para mujeres ( y me pregunto si esto lo seguirán creyendo algunos…). Sin embargo, su mirada consigue llevarla a descifrar un caso teniendo en cuenta un aspecto tan habitual como el protocolo en la comida.

Todo apunta a un suicidio, incluso la policía así lo cree. Pero Cordelia se pregunta cómo una persona que va a suicidarse se prepara un estofado de buey.

«La marmita estaba aún sobre el hornillo y llena hasta el borde. No era una comida recalentada que hubiese quedado de la noche anterior. Esto seguramente indicaba que no tomó la decisión de matarse hasta después de haber preparado el estofado y haberlo puesto sobre el hornillo para que se cociese. ¿Por qué había de molestarse en preparar una comida si sabía que no iba a estar vivo para comer?»

A la detective tampoco le cuadra una taza de café sobre la mesa. La víctima acababa de llegar de trabajar en el jardín y con una comida en perspectiva, por lo que su reflexión es que:

«La cerveza habría sido el medio más rápido, más obvio de apagar la sed. Seguramente nadie, por mucha sed que tuviese prepararía y bebería café justamente antes de comer. El café venía después de la comida».

Cordelia lleva sus razonamientos a la policía, pero le contestan que:

«Usted no puede pretender establecer un caso de asesinato basándose en el orden en que una persona escoge comer y beber».

Ella demostrará que el protocolo de la comida es mucho más que un capricho. Es cultura de la más arraigada. Como también demostrará que las mujeres bellas son duras porque, de lo contrario, «¿cómo podrían sobrevivir?». Pero no será ella quien desafíe las ilusiones de los hombres que creen que «la belleza es frágil, transitoria, vulnerable». Y recuerda:

«Lo importante no es lo que uno sospecha, sino lo que es capaz de probar».

marisol torres

Marisol Torres y yo coincidimos por primera vez en una antología de relatos: La vida es un bar. Cuentos de noche de Malasaña. Y desde ese momento ocurrió lo que ella narra como  un “brillo de reconocimiento”. En este caso porque nos reconocimos de la misma familia, a la que le gusta escribir novela negra y para la que la comida y la bebida es mucho más que alimento del cuerpo.

Y así lo demuestra con maestría en su última novela: Los años del coma, una historia entre el negro de la venganza y el rojo justiciero, escrita por sus protagonistas: tres mujeres y un hombre, que buscan desesperadamente calmar el dolor profundo del alma.

En Los años del coma, la comida y la bebida no son entretenimientos de esos que no vienen a cuento como ocurre en muchos casos en la novela negra. La afición de su autora y su conocimiento hacen que tengan todo el sentido, porque a través de ellos entendemos a sus personajes y su estado de ánimo.

Un pixín a la marinera, ese delicioso plato asturiano con rape, hizo estallar el llanto de Marlis. Las tortillas estilo Betanzos “que lloraban huevo por los bordes” era uno de los pocos recuerdos cálidos de la infancia de Celia y hacer una de esas tortillas jugosas fue lo único que la que la sacó de su aislamiento.

Para Marlis fue una tarta de manzana, la que la hizo afrontar el dolor de la pérdida de un hijo y con la que recupera el espacio de la cocina como el lugar íntimo de encuentro:

“Las tres preparamos aquella tarta comi si de un ritual se tratase. Entre risas, conversaciones, bromas y juegos, pelamos y roceamos las manzanas, las mezclamos con las pasas y el azúcar. Al cortar las manzanas, en pedacitos muyfinos, en perfecto semicírculo, una corriente de armonía se fue extendiendo por la cocina, como si el hecho de cortar esas pequeñas lunas dulces hubiese obrado el milagro de llenarnos el corazón de alegría compartida. Luego extendimos la masa de hojaldre en la placa, la rociamos con pan rallado, para absorber la humedad de la manzana, y colocamos la mezcla sobre la base de hojaldre. Cerramos, como se cierra un paquete valioso, como se envuelve a un bebé en el arrullo, y nos sentamos a esperar junto al horno, con una copa de vino blanco, a que el olor de la tarta inundase la cocina. Algunos lazos debieron trenzarse entre nosotras, sin darnos cuenta, porque al sentarnos a la mesa a degustar el postre nos sentimos una familia por primera vez”.

Con Fran, el protagonista masculino, la comida es  crucial.

“Los años del coma fueron también los años de la verdura al vapor. Sólo comía eso. Cada día. Durante diez años”.

Hasta que un día volvió al chuletón y, entonces, se levantó del sillón.

Pero la comida no es solo belleza. Como el alma, la comida tiene una cara B, cruel y sangrienta. El plato se llena de cadáveres y hay formas y formas de matarlos. Desde un pavo a un pez.

“Y el pez, de pronto, aleteaba con furia, se arqueaba, abría una bocaza inmensa impensable en un bicho tan pequeño y trataba de aspirar un agua que había desaparecido. Unos segundos después, el cuchillo, la sangre que manaba del taco de madera del sacrificio, los ojos de la chiquilla fijos en aquella sangre y en los últimos movimientos del pez”.

Los vinos también son parte de la descripción de una persona y también de los personajes de Los años del coma.

El vino de la variedad alemana Gewurztraminer, de aroma a rosa y cuerpo ligero, es el favorito de la mujer que busca bosques y a quienes se recuerdan cuando ves a alguien «tomar ostras con vino blanco».

El vino tinto, rojo como la sangre, oscuro y denso como el pubis de una pelirroja, de Somontano, del Priorato o de Ribera del Duero, es el de las mujeres de pelo rojo en cascada a las que se recuerda cuando «los sonidos de la risa rebotando entre las copas de vino tinto».

Pero también las hay que no toman vino, sino  cerveza, coleccionan volcanes en erupción y es mejor no recordarlas.

Y de los combinados, el gin tonic. El amargo sabor del final de un festín de venganza.

Lola Piera y Yanet Acosta

Acaba de salir la segunda edición de la novela Gran Soufflé de Lola Piera, una novela de suspense, de humor y de cocina. Sólo nos conocíamos de leernos y de vernos en las redes sociales. Aún así me pidió que le prologara esta nueva edición y ha sido un lujazo.

Por fin, en la Feria del Libro de Madrid, nos conocimos en persona y tramamos alguna para hacer juntas un día de estos.

Cuidado que la autora regresará de nuevo con otra novela, aunque esta vez, me dice, que no irá de cocineros. Pero quién sabe, la comida y la bebida se infiltran siempre en los grandes relatos.

Siempre hace ilusión que El chef ha muerto guste, pero si además está recomendada por Alberto Chicote, pues más. Al ser preguntado por la revista FHM, Chicote dice que sus libros favoritos inspirados en la cocina son Lo que hemos comido de Josep Pla y El chef ha muerto de Yanet Acosta. Un honor.

Alberto Chicote recomienda El chef ha muerto

El chef ha muerto Tren
Para qué tomar el tren
si ya sabes el destino.

La propuesta de inspirarse en El Chef ha muerto para crear nuevos platos ha llegado a lo máximo que se puede inspirar: entrar en la carta de una librería-gastro-bar en Lavapiés en Madrid.

Todo ha sido gracias a Marisol Torres, escritora y cocinera, que se ha animado a abrir un local con el que además homenajea un microrrelato de Monterroso: «El dinosaurio todavía estaba allí».

El plato es versátil como la gastronomía negra: lo puedes tomar de desayuno, almuerzo o cena y es idóneo tanto para salvarte de una resaca como para comenzar la noche de borrachera: Huevos fritos sobre mousse de hongos y foie.

Definitivamente, El chef ha muerto.  Suerte que nos quedan escritores.

¡Un lujazo!

 

Se relamió moviendo el bigote. Y, de postre, el rabo.

(Este microrrelato pertenece a la colección Media Ración de Yanet Acosta)

Las tres de la mañana. El olor a chamuscado invade el aroma del sueño. “Otra vez más”, se dice, “la casa se quema y he de salir huyendo”. Se revuelve, nota el sudor, la asfixia del calor. El niño pequeño se acerca y la despierta.

—Mamá, luz.

—¿Dónde? —murmura la madre somnolienta.

—Allí.

Abre los ojos y de un salto se pega a la ventana. La luz del fuego se acerca a los pinares que salpican las paredes del barranco. Algo más abajo los vecinos se mueven nerviosos. Hacen las maletas. Llenan sus coches de enseres. Sin palabras. Movimientos incongruentes, propios de sonámbulos. Las campanas de la iglesia repican quedas.

Ella toma con un brazo al niño. Lo engancha a su cintura y le protege la cabeza con una de sus manos. Con la otra, agarra con fuerza una botella de agua. En camisón y sin calzar, sale a la calle.

La gente a su alrededor escapa con sus coches repletos. El calor en la cara. El crepitar de los pinos deja de ser rumor y las brasas caen a sus pies empujadas por las corrientes de aire. Echa a andar calle abajo. En la carretera, una larga hilera de coches atrapados.

Baja por la ladera sintiendo cómo se le clavan las piedras picudas de zahorra en las plantas de los pies. El niño llora. Ella lo coge con más fuerza y tira la botella.

En quince, treinta, cuarenta minutos, llega al faro. Es lo más cercano al mar, lo más resguardado del fuego y lo más inhóspito. Una lengua de malpaís es su refugio.

El niño calla y, abrazado a su madre, hace que duerme. Ella lo mira para no alzar la vista. La ola de fuego consume lo poco vivo de una tierra arrasada por la lava.

Las horas pasan y la sed acucia.

—Mamá, agua, mamá, agua.

—Mierda, tiré la botella en el camino —recuerda la madre. Se levanta, toma al niño de la mano y se dirige al único lugar donde sabía que podía encontrar agua potable. Las salinas. Justo detrás del alzado que ocupa el faro.

Desciende por una estrecha vereda con el niño en brazos. Ahora, los pies le duelen. El oxígeno llega con dificultad a su cerebro. La maresía le refresca la cara, cada vez más incendiada.

Los espejos de sal de los tajos de la salina reflejan el naranja lejano del fuego. Las montañas blancas de sal apiladas en los balaches se ennegrecen con las cenizas que arrastra el viento caliente e irrespirable. Sus pies le llevan por la geometría irregular de los estanques casi automáticamente. “Hay senderos que no se olvidan”, piensa.

Toca a la puerta de la casa del salinero con una bola en la garganta.

—Sabía que volverías —le dijo el salinero nada más abrir la puerta.

—El niño. Agua —tartamudea ella, cogiendo con fuerza el hombro de su hijo.

El viejo se pierde en la oscuridad tras la luz de una vela para volver al rato con un jarro. Acerca la luz amarillenta a la cara del niño. Sus manos ajadas acarician la cabeza del pequeño de cuatro años.

—Es igualito que yo cuando era chico —dice orgulloso el salinero. La madre aprieta la mandíbula y posa su mano aún más firme en la espalda del niño.

—¿Quieres acostarte un ratito? —le pregunta el salinero.

El niño asiente y se va de la mano con él hacia una esquina de la casa guiado por la vela. La madre en el umbral de la puerta. Su brazo, rígido.

—Toma, tengo unas galletitas —dice el viejo y dirigiéndose a la madre, que aún está en la puerta, le pregunta:

—¿No vas a entrar? ¿Quieres tomar algo? ¿Agua? Tengo también una sopa de pescado recién hecha.

—No —contesta bruscamente la madre.

—Tranquilízate, venga, vamos a dar un paseo por las salinas, por ahí, afuera.

Él va por delante lento, reumático. Ella lo sigue con pasos indecisos.

—Parece que algunos se van escapando del fuego –dice el viejo, mirando las sombras que se congregan alrededor del faro y los coches que llegan a trompicones.

—Está ardiendo todo —dice ella.

—Sí y como siga este viento…

Ella se detiene a su lado. Aguza el olfato. Pino quemado, humo, salitre y gasolina. Lo coge por el hombro:

—¿No habrás sido tú?

Él calla, las arrugas alrededor de sus ojos se hacen más profundas.

—¡Hijo de puta! —grita enfurecida.

Él le tapa con fuerza la boca. La piel de sus manos hiere sus labios. Intenta abrirlos, pero hasta que no deja de forcejear, no la suelta.

—El motor de las salinas funciona con gasolina. Calla, nos van a oír los que están en el faro.

Ella baja los ojos. Los músculos pierden fuerza, ya no los domina.

—Vamos hasta el cocedero, donde rompen las olas, como te gustaba de pequeña.

Despacio, por el pasillo de piedra volcánica blanqueado por la sal, toman el camino hasta el estanque de mayor capacidad. Allí entran las olas que se salen del mar. Desde siempre, a ella le embelesaba ver la espuma que quedaba en la superficie y esperar a que poco a poco se fuera llenando el gran rectángulo, para, luego, dejar pasar por la estrecha esclusa el agua a los otros estanques menores, hasta que el mar se quedaba atrapado en los pequeños tajos de fondo ocre de barro en los que el sol lo reduce a sal.

Como una autómata, ella pasa uno de sus dedos por una de las resplandecientes montañitas de sal apilada en el pasillo. El viejo salinero la mira y deja ver sus dientes roídos tras una mueca de sonrisa. Cuando llegan al límite del cocedero con el mar, el viejo, se acerca a ella. Los gruesos dedos siguen el camino de la bragueta de su pantalón, antes de acariciar la melena alborotada de ella. En el intento por acercarse algo más, el viejo pierde el equilibrio. Ella aprovecha el momento y con toda la rabia de años toma el impulso suficiente para empujarlo. El viejo cae como una piedra sobre el estanque donde rompen las olas. Ella, desde arriba, murmura: “Papá, ya no habrán más besos de sal”.

Este relato pertenece al libro Noches sin sexo de Yanet Acosta.

 

Desde hoy ya está a la venta «El Chef ha muerto», pero lo más importante, ya se empieza a leer.
Anoche pillé al director de la nueva colección Negra, Urbana y Canalla (NUC), Carlos Salem, releyendo la novela en un bar después de su encuentro semanal de poetas y «poetos» en Los Diablos Azules.

La colección NUC sale con otro título del escritor argentino Kike Ferrari, «Que de lejos parecen moscas» y ya me muero de ganas de leerla.
Será mi primera compra en la Feria del Libro de Madrid.

¡Subidón canalla!

Sí, lo reconozco. Yo también devoré hace dos veranos la trilogía “Millenium” del sueco Stieg Larsson.
Resultado: indigestión, y no por el voluminoso número de páginas, sino por lo mal que comían sus personajes.
De sándwiches de cualquier cosa y café están sus días llenos. Y, casi mejor, porque puestos a innovar, el protagonista, el periodista Mikael Bloomkvist, prepara una cena a su amiga y amante para un reencuentro después de un mes sin verse:
“Cordero con una salsa espesa de nata”. De sólo leerlo la libido de cualquiera baja a los pies.
La reina de la trilogía, la joven Lissbeth Salander, tampoco es que mejore en cuanto a dieta: pizzas congeladas y pastelillos de bacon para calentar en el microondas.
Tampoco hay tregua para las bebidas, que más que saborear, se tragan, como el vodka, la cerveza, un vino sin identificar y aquavit, aguardiente del norte de Europa.
La única licencia gourmet, la máquina con la que se elabora el café, una Jura Impressa X7, la que según Mikael Bloomvist es “el Rolls Royce del mundo del espresso”, aunque, claro, el sueco olvidó reparar en la importancia que también tendrá el grano que se muela en ella.

Sólo espero que «El Chef ha muerto» sea un refrescante recetario anti-indigestión.

Cada capítulo una receta y ya hay una propuesta: «Vergüenzas en salsa verde»