Salir en la tele criticando y poniendo orden en todo tipo de restaurantes, como hace Alberto Chicote, tiene un efecto reflejo. La gente cuando va a su restaurante recién inaugurado en el madrileño barrio de Chueca, Yakitoro, va con la lengua afilada dispuesta a ponerlo a parir, porque es lo que mola. Yo, también. La verdad es que me cabreó mucho tener que reservar en un garito donde las mesas son compartidas, pero claro, la clave es que esto ocurre porque está a tope de reservas y expectativas. El camarero, lento para sentarte, pero rápido para darte la respuesta: «Es que esto es un sitio para hacer amigos». Sin embargo, esa noche a mi lado estaba sentado un señor con su iPad ingiriendo su ración de pastillas (primero pensé que eran aperitivo de la casa, pero luego me di cuenta de que eran made in Farmacia) con pocas ganas de hablar. «Yo me voy pronto», fue lo único que dijo.
La carta está repleta de raciones muy pequeñas con un precio que ronda los 3 ó 4 euros, que me parecen ideales para picotear de forma individual para acompañar una cerveza. Algo desenfadado y ligero, para gente que no tenga las expectativas de llenar el estómago en exceso. La gracia es que muchas de estas tapas están pasadas por la parrilla, siguiendo la costumbre japonesa de algunas izakayas o tabernas donde las brasas, sin embargo, son de leña frente a las eléctricas del Yakitoro y que tienen el inconveniente de desprender demasiado calor en la sala.
Todas las tapas son, en esencia, españolas, aunque casi todas con la gracia de la contaminación por la fusión de cocinas y culturas, un estilo muy presente siempre en la cocina de Chicote. Entre las que más me gustaron, las setas shitake que quedan geniales al grill porque se mantienen crujientes, lo que contrasta con la sedosas y saladas virutas de bonito que las cubren que al contacto con el calor de la seta recién asada casi se derrite. También me conquistaron las albóndigas de cerdo gracias a lo potente de su sabor y a lo bien que le queda la miel de romero que las envuelve.
La tapa que menos me gustó, la de tortilla de patata: seca y sin sabor, por supuesto sin la gracia del huevo que se escapa y con un alioli que no la reemplazaba en absoluto. Tampoco me gustó el marshmallow, y es que me lo esperaba casero, y, no. Así que me sentí como un adolescente que se come uno en el parque después de pasarle el mechero, lo que tampoco está mal, aunque no era lo que buscaba en ese momento.
Entre los comensales se festejan mucho las patatas fritas en tempura con salsa de sésamo tostado, pero sinceramente, a mí me parecieron una fritanga. Eso sí, que cada uno sea libre de meterse lo que quiera. Y de ello no culpo al restaurante ni al cocinero. Es un sabor que cada vez se generaliza más y que gusta a la mayoría. Yo prefiero otras apuestas, que me dejen descubrir sabores más puros y elegantes. Y, si buscamos en la carta, encontramos esos platos también, con combinaciones divertidas y que funcionan, como los tomates y melocotones con vinagreta de limón y albahaca. Pero los restaurantes son negocios, y lo que más se vende no es siempre lo más saludable, o lo que nos gusta mucho a algunos.
Una cena en Yakitoro puede resultar divertida e ideal para disfrutar de pequeños platos desfilando entre cervezas y risas con amigos, por supuesto, sin parar de criticar, que para eso nos ha enseñado el mismo Chicote en la tele sobre lo bueno, lo malo y lo que tampoco está tan mal. Para descubrir qué es a lo que mi paladar está acostumbrado y qué es lo que puede estar bueno, aunque nunca lo haya probado. Y, lo mejor, a este restaurante también se puede ir solo, con iPad para hacer las críticas en las redes sociales o sin él para aprovechar a charlar con el vecino.
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¡Salud!